Joaquín Marco
Por mitades
No debe considerarse menos relevante la práctica desaparición en la terminología político-social del anterior y habitual término «obrero» que figura incluso en las siglas del PSOE. ¿Cuántos obreros descubrimos en su cúpula directiva? Los mismos que conforman la del equipo situado a su izquierda, Podemos
Hace años que se intentó ya transformar la tradicional denominación de derechas e izquierdas utilizando fórmulas, como, por ejemplo, la propiciada por Podemos, «arriba/abajo» que indicaría uno de los mayores problemas no sólo españoles: la desigualdad social. Quienes investigan sobre terminología política se enfrentan a un mundo cada vez más complejo y no confían para el siglo XXI en una oposición que deriva de la situación en el hemiciclo de los diputados fruto de la tan lejana Revolución Francesa. Pedro Sánchez simplifica cuando exige al presidente en funciones que elija como socios a las formaciones de derecha. En una reciente y muy comentada entrevista al periódico argentino «Clarín», Felipe González, que saborea las mieles de veterano y moderado estadista, aludía a la actual crisis en los liderazgos políticos y se remontaba hasta la caída del comunismo (¡gran descubrimiento!) y a la revolución tecnológica. Sus reiteradas manifestaciones sobre la necesidad de que el PSOE facilite la formación de gobierno a Mariano Rajoy derivan de una reflexión general sobre la sociedad actual en la que las líneas ideológicas de antaño se habrían ido difuminando. Pero no debe considerarse menos relevante la práctica desaparición en la terminología político-social del anterior y habitual término «obrero» que figura incluso en las siglas del PSOE. ¿Cuántos obreros descubrimos en su cúpula directiva? Los mismos que conforman la del equipo situado a su izquierda, Podemos. Y aunque las fronteras partidistas se mezclen y hasta se embarullen sigue utilizándose la fórmula derecha/izquierda en el discurso y hasta en la propaganda política. Sánchez le pide a Rajoy que busque apoyos en partidos que representen la derecha española, aunque sabe bien que éstos añaden algo más: un nacionalismo más radical que llega a confundirse con el independentismo, fenómeno visceral que rompe la tópica conformación de Estado.
Sobre las contradicciones que representan las alas extremas de la política, sobrevive un nacionalismo de origen burgués y de naturaleza sentimental e irracional contra el que batalla Ciudadanos y quienes se autocalifican de constitucionalistas. No hemos superado la fórmula del estado-nación, pese a la conformación de fenómenos complejos como la Unión Europea. La huida de Gran Bretaña (tal vez, en un próximo futuro, pequeña Inglaterra) es la prueba palpable de rasgos que impregnan todavía las rancias naciones, capaces de costosos y hasta inconscientes sacrificios en aras de mantener signos de identidad. El fenómeno es evidente en Cataluña, convertida entre desidias y malentendidos, en el problema más grave del futuro Gobierno español, si llega a plasmarse y del color que sea. Se repite una y otra vez –y así pareció entenderlo incluso el Tribunal Constitucional– que no nos enfrentamos a un problema que pueda solucionarse mediante recursos legales y coercitivas o altisonantes declaraciones parlamentarias de una y otra parte. En este caso, como en el inglés, la población se encuentra dividida casi simétricamente en dos mitades. Y esta misma división puede observarse en ámbitos tan alejados como en los EE UU, donde demócratas y republicanos ocupan el espectro político y también en el seno de aquellos mismos partidos. Algo parecido se barrunta en Francia o en Italia. Pero tampoco cabe marginar el complejo fenómeno de la globalización y de las nuevas tecnologías que lo favorecen. Hoy es habitual que un joven español pase unos días de vacaciones en Tailandia o en Cancún antes que servirse de la tradicional segunda residencia o la vivienda de aquellos antepasados de tantos pueblos de cualquier región, que siguen despoblándose, pese a las indudables mejoras en las comunicaciones y la proliferación de festejos de toda índole. Si aquel título de la novela del peruano Ciro Alegría, «El mundo es ancho y ajeno» (1941), parecía un anhelo antes que una realidad, hoy podría antojársenos premonitorio, porque sigue siendo para muchos tan amplio como, en parte, ajeno. Díganlo, si no, las forzadas corrientes migratorias que acaban –si hay suerte– en las soñadas playas europeas. Los países que antes calificábamos de emergentes atraviesan una crisis que observaremos con más detalle en los JJ OO de Río de Janeiro, en un Brasil, mascarón de proa, que se entendía hasta hace poco como ejemplo de progreso social. Pero la corrupción política tampoco parece entender de fronteras.
El mundo occidental más desarrollado, salvo excepciones, se ha dividido por mitades según la evolución política de sus ciudadanos. Pero ello no deja de ser una falsa imagen tras la que podemos advertir una tupida red de actitudes. Les viene bien a los políticos cualquier simplificación, como también les favorece ese pasar de largo de tantos ciudadanos. Los éxitos de Podemos, ausentes en estos momentos de las pantallas televisivas que tanto les habían aupado, responden a análisis simplistas, aunque efectivos, de la realidad. Aproximarse al día a día del hombre de la calle no resultaba, parece, tan sencillo utilizando las complejas maquinarias políticas elaboradas desde la Transición. Pero las simplificaciones conducen al dualismo. ¿Vivimos en dos, tres o múltiples Españas? Es más sencillo y cómodo elegir una entre dos alternativas: rojos o azules. Pero el complejo mundo político surgido tras las elecciones de junio pone de relieve una complicada realidad que hasta hoy no se ha logrado sortear. Reducir fenómenos que pretenden huir de la simplificación derecha/izquierda tampoco resulta tarea fácil. La desconfianza hacia los partidos tradicionales reflejó insatisfacción. Pero ya casi nadie alude al cambio, antes imprescindible; luego probable y ahora silenciado. Se ha logrado conducir los buenos propósitos hasta la indiferencia.
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