Antonio Cañizares
¡Qué gran lección!
¡Qué gran lección, en efecto, nos ha dado el Papa Francisco a toda la humanidad el pasado sábado en Lesbos! La lección de la caridad, la lección del amor, la lección de la fe en Jesucristo. Porque la fe es reconocer a Cristo donde se le puede encontrar: en los excluidos, en los pobres, en los perseguidos, en ese largo etcétera de hermanos nuestros necesitados de misericordia. El Papa no pasa de largo de los refugiados, de los perseguidos, de los sin techo, de los que lo han perdido todo. Está a su lado, compartiendo su dolor y sufrimiento que, viéndolo, «da ganas de llorar», como dijo el mismo Francisco.
Todo el viaje fue una gran lección. Con Francisco estuvieron el Patriarca de Constantinopla y el Arzobispo ortodoxo de Atenas; allí estaban juntos los dos pulmones con los que la Iglesia de Jesucristo respira, Oriente y Occidente: como un nuevo amanecer, como el despertar de la aurora, que presagia ya el día: el día de la unidad de los cristianos; rezando juntos, testimoniando juntos la misma caridad de Cristo que nos apremia, de la que seremos juzgados, con los mismos gestos de saludo, de cercanía. ¡Esa es la Iglesia una a la que Cristo amó y por la que entregó su vida, por la que oró para que fuese una y así el mundo crea: viendo, crea!
¡Qué palabras dijo tan verdaderas y vibrantes el Papa! Nos deberían hacer pensar a todos: a los cristianos, primero. Sin oro ni plata, como Pedro a la puerta del templo ante el tullido que no podía caminar, Francisco, Bartolomé y Jerónimo II –la Iglesia toda– le dijeron a los que se encontraban allí, en aquel destierro: «¡No estáis solos!»; allí estaban ellos, allí estaba la Iglesia. Y lo que tenían les dieron: a Jesucristo, es decir, el amor, todo el amor, toda la compasión y la ternura de la que eran capaces en sus gestos, en sus miradas. Les dieron a Jesucristo, que es amor y muestra el rostro de Dios que es misericordioso, rico en misericordia. No estaban como espectadores, sino como hermanos que no pasan de largo, como «prójimos», que se acercan para hacerse más «próximos», más prójimos. «Hablaré en vuestro nombre. No perdáis la esperanza». Allí, junto a la gran miseria, junto a la gran catástrofe de la humanidad, junto a la gran ruina de la humanidad, ninguna igual sino la de la II Guerra Mundial, estuvo la Iglesia mostrando el verdadero rostro de su cuerpo que es la caridad, estar junto y curar heridas, y llevarlos a donde hay calor y cobijo de hogar.
Y ese dar calor y cobijo de hogar como la parábola del buen samaritano, el Papa Francisco lo llevó a cabo llevándose consigo, en su avión, «en su cabalgadura del siglo XXI», como huéspedes suyos al Vaticano. Se cumplía así el capítulo 25 de san Mateo: «Me acogiste»; acoge a Cristo mismo. Y los que se llevó consigo eran «extranjeros», eran musulmanes. La caridad, la acogida, Cristo mismo no hace acepción de personas, se identifica con los pobres y los últimos.
Elogió a los que practican misericordia, mostró su admiración por ellos: los de la isla de Lesbos, porque a pesar de sus propias y grandes dificultades han mantenido abierto sus corazones y sus puertas; muchos hombres y mujeres comunes, del montón, corrientes han puesto a disposición lo poco que tienen y lo comparten con aquellos que lo han perdido todo; y añadió: «Dios va a pagar esta generosidad, y la de otras naciones vecinas, que desde el principio han acogido con gran apertura al gran número de personas obligadas a migrar». Lo que allí vimos el sábado, la Palabra del mismo Cristo pronunciada con claridad, fuerza y verdad, parece como que nos están diciendo: «haced vosotros lo mismo». No parece, nos están diciendo lo mismo.
Por eso Francisco nos dijo, se lo dijo a Europa, se lo dijo, sobre todo, a los cristianos, raíz de Europa: Europa es la patria de los derechos humanos, y el que pone un pie en el suelo europeo ha de esperar el cumplimiento de esos derechos, lo que exige y reclama que la vieja Europa, no la de los mercaderes, sino la de sus raíces, la que reclama una reconstrucción apoyada en sus cimientos, tiene la obligación de respetar y defender esos derechos.
Desde la cuna de la civilización, Lesbos, Grecia, lo que significa Grecia, el corazón de la humanidad sigue latiendo: y sigue latiendo porque allí, verdaderamente, hemos vistos estos días una humanidad que reconoce a los otros como hermanos, una humanidad que quiere la paz y sufre la guerra y los desastres de la violencia, una humanidad que quiere reconstruir puentes y se siente interpelada, llamada a hacer retroceder ideas y comportamientos individuales y colectivos, sociales y políticos, que llevan a elevar muros para hacernos sentir más seguros; porque las barrear crean están creando divisiones, en lugar de promover el verdadero progreso de los pueblos y las divisiones, tarde o temprano, conducen a enfrentamientos.
¡Qué gran lección! La que nos llega desde Lesbos. ¡Qué grandes lecciones nos está dando Francisco, nos está dando, gritando, Dios en estos momentos! «Haced, hagamos, nosotros lo mismo». No nos cansemos ni agotemos medidas e imaginación de la caridad, que es lo que salva el mundo, y le hará levantarse y ponerse en camino a una esperanza grande: la de una nueva humanidad, que anticipe aquella definitiva en la que para siempre reinará el amor, la «alegría del amor», como Francisco ha titulado su última Exhortación Apostólica sobre la familia, verdadero e imprescindible para la humanidad. La lección de Lesbos va acompañada de «Amoris laetitia». Ambos hechos son inseparables.
¡Cuánto hemos de aprender en España, esta España nuestra, tan entrañable, tan sometida a vejaciones e intereses particulares que la desgarran e incapacitan para ser lo que es y está llamada a continuar siendo! ¡Ni una referencia a lo que está pasando en Europa, en el mundo, en estos hermanos nuestros si no es para ser utilizado! Pero el hermano no cuenta, el que está tirado, herido y abandonado en la cuneta, no cuenta. Así no reharemos esta España que tanto necesita de reconstrucción. Que nos dejemos ayudar por Dios, que Él ya nos ayuda.
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