Joaquín Marco
Retorno de los viejos fantasmas
La teoría de que nada desaparece y que, cuando más, tan sólo se transforma la confirmó la detención el pasado martes del financiero Mario Conde y sus vástagos. Nos devolvió por unos instantes a la ya tan superada «cultura del pelotazo», no sin cierta nostalgia. Porque su engominada cabeza y su afable rostro no estaban ya de actualidad pese a sus apariciones televisivas y tras unos escarceos en política que obtuvieron magros resultados. Pero en los años ochenta Mario Conde fue el modelo de cierta juventud que creyó a pies juntillas en la magia financiera. Por entonces el brillante abogado del Estado había llegado a la dirección de Banesto, entidad bancaria cuyas dificultades hubieran debido servir de señal de alarma y frenar posteriores aventurismos en el sector que han dejado al país hecho unos zorros. Uno de los argumentos que utilizó entonces quien se presentaba como víctima para defenderse del hundimiento de la entidad fue el corporativismo de los banqueros de toda la vida que observaban con envidia los éxitos de quien se especuló que hasta hubiera podido encabezar el Gobierno, dadas sus dotes de seducción. Pero dio con sus huesos en la cárcel y aprovechó las forzadas vacaciones para diseñar, según se cree, una amalgama de empresas que habrían facilitado durante años el regreso del dinero oculto de aquel Banesto (o de otras operaciones) que se forjó con una tupida red de falsedades mercantiles. Se convirtió con extrema facilidad en el segundo deudor particular de Hacienda. Su reingreso en prisión el miércoles era de esperar, pero su reaparición en escena coincidió con el lento desgranar escandaloso de los nombres de presuntos evasores gracias a los llamados «papeles de Panamá», que han puesto de moda otra vez, aunque en otro sentido, la novela de John Le Carré. Pero la historia guiñolesca de este país conformaba al tiempo multiplicidad de registros. Acabábamos de descubrir que avanzábamos sin remedio a otra cita electoral, una reiteración que la mayor parte de ciudadanos estiman innecesaria mientras tomamos conciencia de que la cita anual con Hacienda resultaba, para nosotros, inevitable, aunque, a diferencia de tantos ricos y famosos no iba a salirnos a devolver.
El martes, el Rey Felipe VI anunció una ronda de consultas con los partidos políticos para los días 25 y 26. Tal vez el monarca quiere jugar sus últimas cartas, pero las viejas y las nuevas formaciones se muestran incompatibles e implacables, salvo sorpresas inesperadas «a la catalana» de última hora. En nuestra dicen que joven democracia cualquier pacto cabe entenderlo como traición o pecado. Venimos o vamos a la intransigencia, porque los políticos, a derecha e izquierda o arriba y abajo, entienden que los adversarios son enemigos que pretenden arrebatarles su campo abonado por votos. Estamos, pues, lejos de cualquier paraíso, salvo los fiscales que parecen convenir a algunos. El cálculo estimado de lo que éstos albergan alcanza los 5,8 billones de dólares. La imaginación no alcanza a determinar el volumen de ceros que requiere la cifra, pero la razón nos lleva a considerar cuánta pobreza mundial, cuántas injusticias sociales y cuántas vidas y hasta formas de vida podrían cambiar de regularizarse mejor el sistema. Sería un cambio que no está en manos de quienes quieren cambiar, sino, a lo que parece, en las de quienes ya les va bien que nada cambie. Un billón, por lo menos, correspondería a esta atormentada Europa que no acaba de descubrir ni su naturaleza ni su destino y retorna peligrosamente a rancios nacionalismos decimonónicos y hasta parafascistas, porque tampoco, en un ámbito más amplio que el patio de casa, nada parece dispuesto al cambio. Como estamos comprobando a pequeñas dosis diarias, crear una empresa «offshore» es muy sencillo. Se calcula que existían más de 672.500 en un ya lejano 2014.
Pero el mundo entero se ha convertido en un paraíso fiscal, en una fiesta carnavalesca, aunque gobiernos e instituciones reiteren que van ya a ponerse manos a la obra contra estos ámbitos privilegiados, a los que se puede acceder, incluso, desde algunas de las instituciones bancarias que usamos a diario. Pero son promesas que nos evocan otras promesas parecidas y aún otras de tiempos anteriores. Quienes detentan el poder, dícese dinero, elaboran leyes o fórmulas que convierten las medidas que puedan alcanzarse en papel mojado. El movimiento de los indignados, que entre nosotros reclama Podemos, cuando se convierte en fuerza política organizada y abandona su primigenia etapa asamblearia pasa a ser parte del sistema que pretende sustituir. Conviene añadir el complejo juego de egos de los dirigentes y las naturales tendencias internas que cabe observar. Pablo Iglesias juega el papel de padre intransigente e Íñigo Errejón el de procurador de alianzas. Pero no conviene situar a este nuevo y disperso partido en el bando de la perversión. Ya ni siquiera es lo que fue y tiende a convertirse en epígono de una Izquierda Unida que temió en su día seguir denominándose Partido Comunista y renegó de sus orígenes. Porque los fantasmas sobreviven y retornan más o menos camuflados, como la incapacidad de acordar de los españoles. No puede considerarse trágico volver a las urnas. Forma parte del escenario que nos dimos al abrazar la democracia, como el mito de que la mayoría posea siempre la verdad en la política.
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