Antonio Cañizares

Santa Teresa de Calcuta

La Razón
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El domingo pudimos entrar en la maravilla de la canonización de una mujer, Madre Teresa de Calcuta, que creó oasis de amor desinteresado en un mundo en el que tantas veces parecen contar solamente el poder y el dinero, el bienestar o los intereses propios o de grupo. Un verdadero aire fresco y purificador de un mundo que necesita ser renovado por esos oasis de amor de la madre Teresa: por amor ha dejado todo para ser de todos y para todos, singularmente los pobres más pobres, los que más sufren víctimas, en el fondo, de sus hermanos, o los excluidos y los abandonados, pero no de Dios porque Él está con ellos, y un signo luminoso Santa Teresa de Calcuta y sus hijas, las Misioneras de la Misericordia.

Reconozco que esto entra en profundo contraste con lo que estamos viviendo en España, que no puedo entender por más que me esfuerce, como sucede a gran parte de los españoles. Poder, intereses propios, cerrazón, pero no veo ni la búsqueda del bien común, que se llama España, ni acuerdos para atender a los pobres más pobres, ni el bien de la persona por encima de otras consideraciones, sólo veo oscuridad –en contraste con la luminosidad de un aire puro y fresco de cuanto entraña y enseña Madre Teresa–.

Nos encontramos, a mi entender, en medio de una situación extraña en España, que denota, entre otras cosas una profunda y peligrosa crisis de la democracia, porque ya no se sabe bien en qué consiste la verdad de la democracia, ni importan aspectos que hasta ahora habíamos entendido básicos para el sistema democrático –por ejemplo, el valor del voto libre de los ciudadanos, sustituido por el voto parlamentario que se arrogan la interpretación del voto de los ciudadanos electores por medio de pactos e intereses, que no comportan el ponerse a disposición de todos, como exigiría el sentido democrático, el que animó la transición.

En esta circunstancia, en absoluto como un «alivio» o alienación, me consuelo grandemente con la grandeza de miras y de corazón, de razón amplísima y la inmensa sabiduría de Santa Teresa de Calcuta, y con cuantos son testigos de misericordia, como el Papa Francisco, o Benedicto, y tantos y tantos otros, inmensidad, de hombre y mujeres que no piensan en sus intereses sino en los otros, en todos, sobre todo, de los últimos, heridos, tirados por el suelo, despreciados de casi todos. Y pienso que sólo la misericordia nos salva, nos salvará, hará abrirse un horizonte de nueva esperanza, de humanidad nueva.

¡Qué gran misericordia la de Dios para con nosotros! ¡Cómo necesitamos de Dios y de su infinita misericordia en esta hora que vivimos, para que, confiados, reemprendamos el camino de la esperanza, y seamos portadores y testimonio vivo de esperanza cristiana en nuestro mundo, es decir, portadores y testimonio de Dios vivo, de Dios misericordioso, del hontanar y del agua viva de la misericordia que de Él procede! Nuestra esperanza está por completo en la misericordia infinita de Dios que nunca se acaba y se renueva cada mañana: sólo en ella podemos, debemos esperar; somos testigos, como canta la Santísima Virgen María, de que es verdad: la misericordia del Señor llega ininterrumpidamente a sus fieles de generación en generación.

Toda la historia humana es muestra fehaciente de que Dios no abandona al hombre y que actúa en la historia humana para llevar a toda la realidad creada a una plenitud de verdadera salvación. Nosotros no estamos a merced de fuerzas oscuras, ni vivimos de forma solitaria nuestra libertad, sino que dependemos de la acción del Señor, poderoso y amoroso, rico en misericordia, que tiene para nosotros un «reino» por instaurar, sede de una manifestación de piedad, de ternura, de bondad, de gracia, de justicia: de misericordia que no tiene vuelta atrás.

La misericordia de Dios que llena toda la tierra y acompaña al hombre en toda su historia llega a su punto culminante en la persona de su Hijo, enviado por Él y venido al mundo en carne, no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Bien podemos decir que Jesús, en la integridad de su persona y su misterio, de su vida, de su palabra, y de su obra, es la misma misericordia de Dios hecha carne de nuestra carne que de manera irrevocable y para siempre se ha unido al hombre y se ofrece a todos. En la resurrección de Jesús se nos ha dado, en verdadero derroche de gracia y de sabiduría, la plenitud de la misericordia y se nos ha concedido conocer y probar que Dios es Amor, que tiene un corazón que se compadece y libera de la miseria humana. Nosotros, los cristianos, los que creemos, somos testigos, por la resurrección de Jesucristo, de que Dios no abandona al hombre definitivamente, de que, en Jesús, se ha unido al hombre de manera irrevocable, se ha empeñado en favor del hombre, y no lo deja ni dejará en la cuneta por muy sin mal que se encuentre. Caminará siempre sobre las aguas procelosas de la historia y lo acompañará en su Iglesia hasta la orilla serena, de paz y de felicidad. La resurrección de Cristo es la manifestación plena de la misericordia de Dios: en ella han sido vencidas para siempre las fuerzas del mal y las olas que baten con fuerza sobre el edificio de la Iglesia. Sabemos bien que de Dios podemos fiarnos incondicionalmente en cualquier callejón sin salida, ante lo que amenaza de muerte al hombre o reclame aliento y ánimo de vida, y que podemos poner en El toda nuestra confianza, confiar en Él y confiarnos a Él como un niño en brazos de su madre, pues «los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre».