Nacionalismo

Sin freno y marcha atrás

Los nacionalismos, aunque se disfracen, son fruto natural de un ideario que exacerba el sentimiento frente a la razón: retornamos así a los inicios del siglo XIX

La Razón
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Resulta difícil inhibirse de los primeros actos de gobierno del nuevo presidente estadounidense al que observamos todos con justificado morbo, pero comprobamos que irá cumpliendo las peores expectativas que habíamos imaginado. Una de las primeras medidas trascendentales que tomó, según se comentó, fue impedir la importación de limones argentinos. La América de Trump no parece la que descubrió Cristóbal Colón. La suya se inicia en la frontera de México (algo debieron hacer los violadores mexicanos que tanto le ofuscó) y acaba en la de Canadá, de modo que el Tratado firmado entre los tres países corre serio peligro. Sin embargo, le va a resultar más difícil desterrar a los infiernos el uso del español como lengua coloquial. En EE UU se cuentan más hablantes, con sus variantes, que en la propia España. Recuerdo muy bien la polémica que sostuve junto a Octavio Paz en la Universidad de Miami contra quienes defendían lo que entonces parecía propagarse, el «spanglish». El nuevo presidente no va a lograr encerrar en un gueto a quienes considera latinos y pretende enfrentar a los anglosajones. Pero anda ya en trámites su Gran Muralla de 3.200 km., salvo los mil que ya están vallados. Los trabajos y los días consumidos hasta alcanzar sus desorbitadas riquezas no le habrán permitido conocer la diversidad étnica de la mayor potencia, que se formó gracias a los aluviones de emigrantes que llegaban de Irlanda, Italia, de los países latinoamericanos, de África, de Europa central, de China y hasta de la Península Ibérica, entre otros lugares. Resulta paradójico que puedan defenderse precisamente allí el radical nacionalismo y el aislacionismo. No sé qué pensarían de ello los indígenas que mal poblaban aquellas tierras y que el puritanismo protestante hizo todo lo posible por exterminar para evitar cualquier mezcla racial, a diferencia de los colonizadores católicos del Sur. Los nacionalismos, aunque se disfracen, son fruto natural de un ideario que exacerba el sentimiento frente a la razón: retornamos así a los inicios del siglo XIX. El mundo industrial y cuanto comportó defendió el internacionalismo y las dos grandes corrientes de vanguardia lo defendieron: el socialismo y hasta el anarquismo, que pretendía acabar con el estado. La sociedad actual y la que llega silenciosamente defienden la globalización y le va a resultar difícil, a golpe de decreto, reconvertir el mundo tecnológico del siglo XXI con un ideario de los inicios del siglo XIX. Trump ha corrido a desentenderse del Pacto del Pacífico, que auspició su antecesor y cuyo vacío, sin duda, cubrirá China (así lo ha solicitado ya Australia) y pretende desmantelar el «Obamacare», que amparaba la sanidad de 22 millones de estadounidenses. Su obamofobia se complementa con el deseo de mejorar las relaciones con la británica Theresa May hasta forjar la gran alianza blanca y anglosajona. Aborrece la prensa escrita porque supone que no interpretó su «renovador» mensaje, pero los contados caracteres del gallinero de Twitter no permiten defender transformaciones profundas que se aúpan en el maléfico papel o en el nuevo periodismo de las redes. Sin duda, contra lo que sucedía con anterioridad, pueden ganarse elecciones con twitteros eficaces, pero difícilmente desde esta fórmula podrá alterarse un proceso que aleja cualquier veleidad nacionalista. A los peligros de la globalización cabe añadirle ahora el irracionalismo.

Puede ser que lo que estamos viviendo en Cataluña no sea otra cosa que aquel romanticismo que no llegó, en su época, a buen fin. Pero dudo que Trump conozca algo de los poetas románticos ingleses y de los complejos motivos que llevaron a Lord Byron a morir en las costas de Grecia. Antes parece que su héroe-modelo, no menos romántico, sea aquel «Frankenstein o el Moderno Prometeo» (1818), de Mary Shelley, la hermana del poeta, surgido del mismo cenáculo romántico inglés y tantas veces trasladado al cine. Se asegura que el nuevo presidente carece de ideología, pero no se corresponde con la realidad. EE UU ha defendido siempre el mito del individualismo, el «selfmade man», característico de una parte de aquel complejo mundo romántico.

Trump apela a los sentimientos y a un nacionalismo radical, pretende que América (los EE UU) sea de los americanos (los estadounidenses) y abandonar cualquier alianza, salvo las bilaterales. Pero su regresión va más lejos y llega hasta defender la tortura, combatida ya en 1764 por el milanés Cesare Beccaria en su libro «De los delitos y las penas» o la pena de muerte, desterrada por fortuna de la Unión Europea. El acceso al temible botón nuclear se halla en manos de un ególatra y excéntrico personaje, cuya fama se remonta a su anterior faceta de showman televisivo. Esta es la cabeza que los republicanos han aupado y que deberán defender no se sabe hasta cuándo, porque apenas existen, de momento, contrapesos en ambas Cámaras. Nadie puede poner en duda su legitimidad democrática, ya que alcanzó la presidencia a través de las urnas y el partido demócrata, que le consideró inofensivo, no supo elegir su rival adecuado. Trump pretende desterrar las familias políticas que encarna Washington y con ello alimenta un populismo que bucea hasta las profundidades de unos EE UU que supieron defender la democracia europea y la suya propia en las dos últimas guerras. Habrá que ver qué hace esa Europa desunida en el presente o tortuoso futuro. Podría ser su oportunidad, aunque los liderazgos de los 27 son débiles y no quedan exentos de las veleidades y ensoñaciones de la extrema derecha.