Alfredo Semprún

Una «gran guerra árabe» que está a punto de estallarle a Obama

Pocos entre los aliados pusieron pegas a Stalin, el mismo tipo que se había coordinado con Hitler para hacer posible la invasión de Polonia y repartírsela. El mismo individuo que abría la ruta ártica a los buques alemanes o que activaba la quinta columna comunista entre los defensores de Francia. El mismo tirano que había dejado a su Ejército en cuadro tras unas purgas paranoicas, inutilizando sus capacidades hasta la negligencia criminal.

Al contrario. Si Stalin puso los muertos, las democracias occidentales le atiborraron de material bélico y alimentos, con lo que, primero, hacer frente a los nazis y, luego, derrotarles. Las cifras marean: 18.000 aviones, un millón de camiones, automóviles, jeeps y transportes blindados, 12.000 carros de combate, 110.000 piezas de artillería, 2.000 locomotoras y 11.000 vagones de ferrocarril, 300.000 teléfonos de campaña, 2.000 radares... que impidieron el colapso ruso y dieron tiempo a reorganizar la industria militar. Como la historia es sabida y todos tenemos frescas las imágenes de la caída del Muro de Berlín, es fácil comprender que ni antes ni después de la guerra, los aliados albergaban la menor esperanza de conducir a Moscú hacia una democracia parlamentaria, tolerante y tal. Fue la aplicación de la teoría del mal menor, que llevó a pactar la entrega de media Europa al comunismo soviético.

Y el acuerdo se cumplió a rajatabla, incluso cuando los tanques rusos aplastaban civiles húngaros, polacos o checos. Largo preámbulo para exponer la extrañeza que despierta la reticencia del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a conceder el socorrido título de «mal menor» al presidente sirio Bachar al Asad, que por muy malo que sea no le llega al tacón a Stalin, y que trataba a sus opositores con las mismas maneras que nuestro ex amigo Mubarak o su sucesor Al Sisi, a quien no le tembló el pulso a la hora de ametrallar manifestantes –800 muertos– en una plaza de El Cairo. Más aun, cuando la amenaza yihadista sobre Irak y Siria es mucho más grave de lo que parece y amenaza con desencadenar una guerra abierta entre los países árabes, con Turquía e Irán como «invitados de honor». Y no se trata sólo de cuestiones religiosas, de suníes y chiíes o de interpretaciones más o menos estrictas del Corán y la sharia. Todo eso cuenta, y mucho, pero también se percibe un ajuste de cuentas social que para los integristas del Estado Islámico pone en el mismo plano a los rigoristas wahabíes de Arabia Saudí y a los laicistas sirios del partido Baas. La «gran guerra árabe» se viene librando, sanguinaria, en un escenario fragmentado, pero que, al final, quedará tan nítido como el puzzle recién terminado.

Y, entonces comprenderemos, por ejemplo, por qué Egipto y Emiratos Árabes Unidos bombardean a las milicias islámicas libias apoyadas por Qatar y Turquía, o por qué los clérigos saudíes, los mismos que justifican lapidaciones y latigazos, despliegan toda su influencia para tachar de enemigos del islam a los cortadores de cabezas del Califato. Obama ha confesado que no tiene clara la estrategia a seguir en Siria. Tiene tiempo mientras los kurdos aguanten el tirón en Irak y los sirios de Al Asad mantengan controlada la frontera libanesa y la costa mediterránea. Luego, habrá que poner «botas en el terreno» o lo harán otros.