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Las correcciones

Trump y Melania en Windsorland

Starmer quiere estar en el «lado correcto» del republicano para asegurarse un trato preferencial

Durante la primera visita de Estado de Donald Trump a Reino Unido en 2019, el Gobierno de Theresa May tuvo que hacer un gran esfuerzo para retirar un globo gigante «Baby Donald» que los manifestantes habían ondeado sobre la plaza del Big Ben; en esta histórica segunda visita, sus críticos proyectaron imágenes del presidente de Estados Unidos con el pedófilo Jeffrey Epstein en una de las torres del Castillo de Windsor.

El Gobierno de Keir Starmer había coreografiado la visita de Estado alejada del público para evitar posibles muestras de hostilidad que pudieran soliviantar al 47º presidente de Estados Unidos. Starmer quiere estar en el «lado correcto» de Donald Trump para asegurarse un trato preferencial. En un ejercicio de pragmatismo, el Gobierno laborista tiró de pompa real para agasajar a «su amigo especial».

Al descender del helicóptero en el Castillo de Windsor, Donald Trump y su esposa, Melania, fueron recibidos por los príncipes de Gales, Guillermo y Kate. Hacía un día gris, típicamente inglés, pero se vistió con los brillantes colores de cientos de banderas británicas y estadounidenses. Después, el rey Carlos III y la reina Camila recibieron a la pareja presidencial. La ceremonia militar fue de una magnitud sin precedentes, con la participación de 1.300 soldados, muy superior a la desplegada con el presidente de Francia, Emmanuel Macron, en verano. Este detalle deshizo, seguro, al presidente de EE UU. Tuvo, además, el privilegio de pasar revista a la Guardia de Honor con Carlos III pasos por detrás. La primera jornada concluyó con el tradicional banquete real, en el que Trump se mostró emocionado al declarar que la excepcionalidad de la segunda visita de Estado era «uno de los mayores honores» de su vida. «La primera», dijo, «y espero que la última», añadió entre risas de los 150 asistentes. Respecto a la famosa «relación especial» entre los dos países aseguró que, «desde una perspectiva estadounidense, la palabra especial no le hace justicia». Keir Starmer no podía estar más satisfecho.

Pero, si el primer día se dedicó a las imágenes; el segundo fue a las palabras. Y eso traía más peligros. Los dos líderes se reunieron en Chequers, la residencia de campo de los primeros ministros. Sobre la mesa había asuntos espinosos como las guerras de Gaza y Ucrania, la libertad de expresión o el sórdido caso Epstein. Starmer quiso orillar las diferencias y mostrar un frente unido.

Desde el inicio del curso político, el primer ministro británico se encuentra en una crisis permanente. Las sonadas salidas de su mano derecha, la ministra Angela Rayer, por eludir los impuestos de su segunda vivienda, y de su embajador en EE UU, Peter Mandelson, por su relación con el pedófilo Epstein, han hecho mella en su liderazgo. La relación de Starmer con Trump puede resultar enormemente valiosa en un país en el que Nigel Farage, el artífice del Brexit, sube en las encuestas como la espuma.

No pudo anunciar una exención total de los aranceles del 25% aplicados al acero británico, pero sí vendió la inversión multimillonaria de los gigantes tecnológicos estadounidenses para crear un «hub» de IA en Reino Unido. Guardó silencio sobre la cancelación del late show de Jimmy Kimmel o sobre Jeffrey Epstein. Como diría un viejo conocido de la política española: «Hoy no toca».