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22-V-04: larga vida a la Corona
La capital de España se vistió de gala para una boda que garantizaba la estabilidad y la continuidad de la Institución. Los Príncipes sellaron su compromiso con España en una ceremonia histórica
La noticia corrió por las arterias que riegan de acontecimientos los callejones de España. Y no sólo en el Reino, también «plus ultra». Pocas noticias de las calificadas «buenas», aquellas que no brotan de las cizañas de la tragedia, sino de las semillas de la alegría, habrán provocado tanto impacto como el anuncio de la boda del heredero de la Corona aquel otoño de 2003. Y llegó la primavera al año siguiente. Y llegó mayo. Todavía resuenan en los oídos de muchos españoles las palabras del Cardenal Rouco Varela en la Iglesia Catedral de Santa María la Real de la Almudena de Madrid: «Don Felipe de Borbón y Grecia, Príncipe de Asturias, de Gerona, de Viena, Duque de Monblanc, Conde de Cervera y Señor de Balaguer, queréis....» Y la Dinastía empezaba su consolidación como viene haciéndolo desde hace siglos. Consolidación que se hizo firme con el nacimiento de la Infanta Leonor. España está atravesando una gravísima crisis institucional que, lógicamente, afecta a la Monarquía. Y se corre el riesgo de que las nuevas generaciones no sepan valorar adecuadamente la misión de la Corona. Urge una gran labor pedagógica que sirva para aportar luz sobre una Institución que ha estado presente en España a lo largo de los siglos. Nuestro país es sinónimo de Trastámara, Austria y Borbón, las Casas que reinaron y reinan. De hecho, salvo insignificantes períodos de tiempo, la historia de España es la historia de su Monarquía. Y la actual, la del siglo XX, ha servido de puente sólido para que los españoles transitaran desde el autoritarismo hasta la democracia efectiva. Don Felipe tenía cuando contrajo matrimonio 36 años de edad, y los aires fríos de la preocupación soplaban en determinados ambientes ante la falta de sucesión que garantizara la continuidad. Nuestra Constitución, tan apelada siempre como con frecuencia ignorada, señala en su artículo 57 que «La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica». Por eso, cuando aquella mañana de sábado, era el 1 de noviembre de 2003, el entonces jefe de la Casa de Su Majestad el Rey, Alberto Aza, me llama por teléfono y me comunica que ya se podía anunciar la boda del Príncipe de Asturias con la entonces señorita Doña Letizia Ortiz, la ventana de la esperanza se abría de par en par para los españoles. Terminaba aquel día los trámites previos. No hay que olvidar que el mismo artículo antes citado, establece que «aquellas personas que teniendo derecho a la sucesión en el trono contrajeren matrimonio contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes Generales, quedarán excluidas en la sucesión a la Corona por sí y sus descendientes». Me fui inmediatamente a Torrespaña, sede de los servicios informativos de RTVE para preparar el engrase de toda la maquinaria informativa. Yo era entonces Director General del Ente Público por decisión del Gobierno del Presidente José María Aznar, pero que el histórico acontecimiento coincidiera con mi mandato, fue, simplemente, un accidente del destino. Como fue un accidente del destino que la actual Princesa de Asturias ejerciera el periodismo y presentara el principal telediario de la cadena pública. Pero ese «accidente» incrementó notablemente mi responsabilidad como máximo ejecutivo de RTVE.
25 MILLONES DE ESPECTADORES
Poco después, el jueves día 6, tuvo lugar en el Palacio de la Zarzuela la petición de mano. Todos los equipos implicados trabajaron de manera ejemplar, como lo demostró el hecho de que la llamada «boda del siglo», celebrada pocos días después de abandonar yo la Dirección General de RTVE, fuera todo un éxito. El dios griego de la lluvia, castigó Madrid aquel día con furia, pero nada pudo con la brillantez de la ceremonia religiosa y la posterior celebración en la que participamos aquellos que tuvimos el privilegio de asistir a los actos. La capital de España se vistió de gala y el pueblo aplaudió a sus futuros Reyes en su recorrido por las calles de Madrid camino del Bosque de los Ausentes, donde depositaron una corona de flores con la frase «siempre en nuestra memoria. Felipe y Letizia» para homenajear a las víctimas del mayor atentado terrorista de la historia de España. Seguidamente, visitaron la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, donde la Princesa depositó el ramo de novia ante la Virgen, la patrona de la realeza española. La reacción del pueblo de Madrid era lógica. Hacía casi un siglo, 97 años, que la Villa y Corte no celebraba una boda real. Por eso, cuando aquella mañana contemplaron a la novia radiante y al Príncipe con su traje de Gran Etiqueta del Ejército de Tierra y con el Collar de la Orden del Toisón de Oro, paseando en coche por las calles de Madrid, el entusiasmo se desbordó. La boda se ganó por derecho propio su apellido, «boda del siglo». Asistieron 36 Casas Reales de todo el mundo y una veintena de Jefes de Estado. En total, 1.700 invitados al acontecimiento. TVE sirvió la señal institucional, lo que hizo posible que más de 25 millones de espectadores siguieran por televisión aquella boda real el 22 de mayo de hace ahora una década. Hubo expectación, algo de angustia y muchos comentarios. Hubo, diría yo, algo de miedo ante un futuro que algunos veían incierto. Todo dentro de la normalidad en una sociedad joven, viva y dinámica. Doña Letizia no sólo iba a ser la esposa del Príncipe de Asturias, sino la Reina de todos los españoles y la madre del futuro Rey o Reina de España. Sabía, por su natural inteligencia, que para ser Reina de España no era suficiente su libre voluntad, sino que había que contar con la voluntad de quienes habrían de prestar acatamiento a la misma. Y todo eso, y más en aquellos momentos, fue lo que propició zozobra, aflicción y congoja del ánimo en determinados ambientes del Reino. En contra de Doña Letizia jugaba también algo irremediable que sólo el tiempo iría amortiguando: y es que España tenía y tiene una gran Reina, una de las grandes reinas de su historia. Y eso pesaba. Hoy, tras una década de camino, se puede decir que la prueba ha sido superada. A partir de aquel 22 de mayo, la estabilidad y la continuidad de la Institución quedaban garantizadas, en tanto en cuanto siguiera siendo útil al conjunto de los españoles. Como ha venido ocurriendo desde hace siglos. Porque esa, y no otra, es la auténtica razón de ser de las instituciones: ser útiles. La Constitución, no sólo no crea la unidad de España, ya que ésta es muy anterior a aquella, sino que, además, «se fundamenta» en la indisoluble unidad de la misma y subraya, eso sí, que el Rey es el símbolo de su unidad y permanencia.
EL SENTIDO DE LA CORONA
Y esa «unidad» y esa «permanencia» quedaron garantizadas, primero con aquella boda hace diez años, y después con el nacimiento de las Infantas. Hoy, diez años después, la niebla ha levantado y el horizonte está despejado. Hace falta, eso sí, adecuar la situación de España al momento actual. Nuestro modelo político languidece y da sobradas muestras de fatiga. Grandes capas de la población española, en especial los jóvenes, dan la espalda al sistema y a su clase dirigente. Es necesario un cambio. Un cambio que, o lo hacemos, o nos lo hacen. Pero habrá cambio. Los Príncipes de Asturias cumplen su misión con nota alta, y el heredero de la Corona, Su Alteza Real Don Felipe de Borbón y Grecia, es una figura clave en estos momentos difíciles y complicados por los que está atravesando España. Su gran sentido de la responsabilidad, su honda formación y su alta preparación en los asuntos de Estado, le permite caminar con destreza y maestría por esos delicados senderos cuajados de espinas y bajo un clima que en estos momentos no es todo lo plácido que sería de desear. Don Felipe tiene siempre presente las palabras de Quevedo: «que la Corona es el peso molesto que fatiga los hombros del alma primero..., que los Palacios para el Príncipe ocioso son sepulcros de una vida muerta...». Por eso dedica muchas horas al día a ejercer su importante función, a representar a España en el exterior y al Rey en aquellos actos en los que el titular de la Corona no puede asistir. Hoy es habitual su presencia en todos aquellos acontecimientos importantes para España. Esta misma semana he sido testigo de su maratoniana participación en el «Georgetown Global Forum», y de cómo la élite empresarial nacional e internacional valoraba su aportación a estas jornadas. Hoy los españoles sabemos que cuando el Rey Don Juan Carlos acabe su misión, que deseamos sea muy tarde, tendremos un Rey que será también, como lo es su padre, ajeno a los partidos y símbolo de la unidad y permanencia de España. Porque aunque sea una perogrullada, no hay que olvidar que el sentido que tiene la Corona de España es, precisamente, ESPAÑA.
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