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«¿Qué eran para el rico hacendado Judas treinta monedas de plata?»

Amos Oz, uno de los grandes escritores judíos actuales, regresa a las librerías con una obra de ficción. El 21 de octubre sale a la venta en España su última novela: «Judas» (Siruela), una obra que arranca a finales de 1959 y que, a través de la figura de un estudiante, perfila la situación política entre judíos y palestinos en una década clave para Oriente Medio. Un pretexto para reflexionar sobre la traición, la lealtad y el amor y recuperar una de las figuras principales del Nuevo Testameno: Judas Iscariote, que en este libro se contempla de una manera distinta a la que dicta la tradición católica. Amos Oz rehabilita la polémica figura de este discípulo de Jesús, muy denostada en la Historia, y le convierte en una piedra esencial para que nazca el cristianismo.

EL BESO DE JUDAS. Caravaggio retrató como a un traidor a Judas en este óleo
EL BESO DE JUDAS. Caravaggio retrató como a un traidor a Judas en este óleolarazon

Amos Oz, uno de los grandes escritores judíos actuales, regresa a las librerías con una obra de ficción. El 21 de octubre sale a la venta en España su última novela: «Judas» (Siruela)

«Judas Iscariote es el fundador de la religión cristiana. Él era un hombre pudiente de Judea, no como el resto de los Apóstoles, que eran pescadores y campesinos sencillos de pueblos remotos de Galilea. Los sacerdotes de Jerusalén oyeron extraños rumores sobre un excéntrico hacedor de milagros de Galilea que atraía adeptos de aldeas y pueblos perdidos a las orillas del lago Tiberíades mediante burdos hechizos de todo tipo, como otras tantas decenas de profetizadores y milagreros que en su mayoría eran unos impostores o unos locos, o unos impostores y unos locos al mismo tiempo. Pero ese galileo atraía a más fieles que otros farsantes, y su fama se iba extendiendo. Por tanto, la casta sacerdotal de Jerusalén decidió elegir a Judas Iscariote, un hombre acomodado, instruido, sobrio, versado en la Ley Escrita y en la Ley Oral y cercano a los fariseos y a los sacerdotes, para que se uniese al puñado de fieles que seguían a ese joven galileo de pueblo en pueblo, se hiciese pasar por uno de ellos e informase a los sacerdotes de Jerusalén de cómo era el carácter de ese excéntrico y de si había en él algo especialmente peligroso. Al fin y al cabo, el impostor de Galilea había realizado todos sus prodigios provincianos en lugares remotos, ante un público de pueblerinos ignorantes que creían fácilmente en cualquier clase de hechizos, encantamientos y sortilegios. Judas Iscariote, por tanto, se vistió unos harapos, se encaminó hacia Galilea, buscó a Jesús y a su grupo y se unió a ellos. Enseguida consiguió ganarse el afecto de los miembros de la secta, una comunidad de harapientos que seguía a su profeta de pueblo en pueblo. Judas también logró el afecto del propio Jesús. Por su mente clara y por su apariencia de discípulo fiel, pronto se elevó en uno de los favoritos de Jesús, en su confidente, en parte de su círculo íntimo de devotos, en el tesorero de aquel grupo de indigentes, los doce Apóstoles. El único de ellos que no era galileo y que no era un campesino o un pescador pobre.

Sin embargo, en este punto, se produce un giro inesperado en la historia. El hombre enviado por los sacerdotes de Jerusalén para espiar al galileo impostor y a sus devotos y para quitarles la

máscara de la cara, se transformó en un discípulo fiel. La personalidad de Jesús, el cálido y fascinante amor que irradiaba a su alrededor, esa mezcla de sencillez, humildad, humor cautivador, cálida intimidad con cada persona, junto con la altura moral, la amplitud de miras, la exquisita belleza de los proverbios que Jesús utilizaba, la magia del sublime mensaje que salía por su boca, metamorfosearon a ese hombre lógico, sobrio y escéptico de la ciudad de Cariot en un devoto entregado en cuerpo y alma al Salvador y a su mensaje. Judas Iscariote se convirtió en su discípulo más incondicional hasta la muerte del Nazareno. Si eso ocurrió de la noche a la mañana o fue fruto de un proceso continuado de renacimiento, no lo sabemos, anotó Shmuel en su cuaderno, pero en el fondo esa cuestión no tiene ninguna relevancia especial. Judas Iscariote transmutó en Judas el cristiano. El más fiel de los Apóstoles. Y más aún: él fue la primera persona del mundo que creyó con absoluta certeza en la divinidad de Jesús. Creyó que Jesús era omnipotente. Creyó que muy pronto se abrirían los ojos de todas las personas de un extremo a otro de los mares y verían la luz, y que la redención llegaría a la tierra. Pero para ello, decidió Judas, que era un hombre de mundo y entendía bastante de relaciones públicas y de amplias repercusiones, para ello Jesús tenía que dejar Galilea y llegar a Jerusalén. Tenía que conquistar el poder allí donde estaba instaurado. Tenía que realizar en Jerusalén, frente a todo el pueblo y delante del mundo entero, un milagro sin parangón desde que Dios creara el cielo y la tierra. Jesús, que caminó sobre las aguas en el mar de Galilea, Jesús, que hizo volver de entre los muertos a la niña muerta y a Lázaro, Jesús, que convirtió el agua en vino, que expulsó demonios y curó enfermos con el contacto de su mano y de sus ropas, tenía que ser crucificado ante toda Jerusalén. Y ante toda Jerusalén él descendería vivo de la cruz y se plantaría sano y salvo sobre la tierra a los pies de la cruz. El mundo entero, sacerdotes y pueblo llano, romanos, edomitas y helenizantes, fariseos, saduceos y esenios, samaritanos, ricos e indigentes, cientos de miles de peregrinos que irían a Jerusalén desde todas partes y también desde las tierras vecinas para celebrar la fiesta de la Pascua, todos se postrarían para venerarlo. Así comenzaría el reino de los cielos. En Jerusalén. Ante el pueblo y ante el mundo. Y precisamente el viernes anterior a la fiesta de la Pascua. La mayor de las todas las aglomeraciones, escribió Shmuel en su cuaderno.

Sin embargo, Jesús dudó mucho si seguir el consejo de Judas de marchar a Jerusalén. En lo más profundo de su corazón de niño le roía el gusano de la duda: ¿Soy yo el hombre? ¿Soy yo en efecto el hombre? ¿Y si no doy la talla? ¿Y si las voces me engañan? ¿Y si mi padre que está en el cielo me está poniendo a prueba?, ¿está jugando conmigo?, ¿me está utilizando para un fin que desconozco? ¿Y si, lo que había logrado hacer en Galilea, no lograba hacerlo en la Jerusalén sensata, secular, asimilada, helenizada, la Jerusalén de poca fe que ya lo había visto y oído todo y que no se sorprendía por nada? El propio Jesús tal vez esperaba sin descanso una señal decisiva desde las alturas, una revelación o una iluminación, una respuesta divina a sus dudas: ¿Soy yo en efecto el hombre? Judas no lo abandonó: Tú eres el hombre. Tú eres el salvador. Tú eres el hijo de Dios. Tú eres Dios. Tú estás destinado a salvar a toda la humanidad. Desde el cielo se te ha encomendado ir a Jerusalén y realizar allí tus prodigios, en Jerusalén harás el mayor milagro de todos, descenderás sano y salvo de la cruz y toda Jerusalén caerá a tus pies. La propia Roma caerá a tus pies. El día de tu crucifixión será el día de la redención del mundo. Esa es la última prueba que te pone tu padre que está en el cielo, y tú la pasarás, porque tú eres nuestro salvador. Tras esa prueba empezará la era de la redención de la humanidad. Ese mismo día empezará el reino de los cielos.

Tras muchos tormentos, Jesús fue con sus adeptos a Jerusalén. Pero allí volvieron a sobrevenirle las dudas. Y no solo las dudas, sino también el miedo a la muerte, sencilla y llanamente, como a cualquier hombre. Un miedo a la muerte humano, muy humano, lo embargó. «Fue conmovido en el espíritu», «y estando en agonía», «y comenzó a entristecerse y angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dice: mi alma está triste hasta la muerte».

«Si es posible», imploró Jesús a Dios en Jerusalén durante la última cena, «aparta de mí este cáliz». Pero Judas fortaleció su espíritu: quien ha caminado sobre las aguas, ha convertido el agua en vino, ha curado leprosos, ha expulsado demonios y ha resucitado muertos, podrá descender de la cruz sin ninguna dificultad y con ello hacer que el mundo entero reconozca su divinidad. Y como Jesús seguía temiendo y dudando, Judas Iscariote se encargó de organizar la crucifixión. No le resultó sencillo: los romanos no tenían ningún interés en Jesús, ya que aquella tierra estaba llena de profetas, milagreros y videntes lunáticos como él. No le resultó fácil a Judas convencer a sus amigos de la casta sacerdotal de que llevasen a su profeta a juicio: Jesús no les parecía más peligroso que decenas como él que andaban por Galilea y por las provincias remotas. Judas Iscariote tuvo que mover los hilos, utilizar sus influencias en los círculos de los fariseos y de los sacerdotes, cambiar voluntades, puede que incluso pagar sobornos, para arreglar la crucifixión de Jesús entre dos delincuentes de poca monta poco antes de la fiesta de la Pascua. Por lo que respecta a las treinta monedas de plata, eso fue una invención de los enemigos de Israel en las siguientes generaciones. O puede que el propio Judas se inventara lo de las treinta monedas de plata para completar la historia. Porque ¿qué eran para el rico hacendado de la ciudad de Cariot treinta monedas de plata? Treinta monedas de plata en aquellos tiempos era una cantidad que equivalía al precio de un esclavo normal y corriente. ¿Y quién pagaría ni siquiera tres monedas de plata por la detención de un hombre a quien todo el mundo conocía? ¿Un hombre que ni por un solo instante intentó ocultarse o encubrir su identidad? Judas Iscariote fue, por tanto, el inventor, el organizador, el director y el productor del espectáculo de la crucifixión. En eso tenían razón sus calumniadores y difamadores de todas las épocas, tal vez acertaron más de lo que creían. Cuando Jesús estuvo horas y horas agonizando en la cruz con terribles tormentos bajo un sol abrasador, manando sangre de todas sus heridas cubiertas de moscas, incluso cuando le dieron a beber vinagre, la fe de Judas no flaqueó ni por un instante: ya ha ocurrido. Ahora se alzará el Dios crucificado, se desprenderá de los clavos, descenderá de la cruz y le dirá a todo el atónito pueblo postrado en tierra: Amaos los unos a los otros. ¿Y Jesús? También en los momentos de agonía en la cruz, en la hora sexta, cuando la multitud se burlaba de él gritando «sálvate a ti mismo si puedes y desciende de la cruz», le entró la duda: ¿Soy yo en efecto el hombre? Y a pesar de todo, tal vez siguió intentando aferrarse en el último instante a la promesa de Judas. Con sus últimas fuerzas tiró de sus manos sujetas con clavos a la cruz y tiró de sus pies clavados, tiró y se torturó, tiró y gritó de dolor, tiró y clamó a su padre que estaba en el cielo, tiró y murió con las palabras del libro de los Salmos en los labios, «Eli Eli lama shavaktani», que significan «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado»(...)

Amos Oz