Restringido
Sapiens Master Chef
Residuos hallados en ollas de cerámica demuestran que desde hace milenios el ser humano ha sabido condimentar la comida
Somos lo que comemos. Sí, ya sé que la frase está la mar de manida, pero no podría ser de otro modo si tenemos en cuenta la cantidad de millones de años que llevamos comiendo como especie y el modo en el que la comida ha moldeado nuestra evolución. Me viene esta reflexión a la mente, no porque esté escribiendo estas líneas justo a la hora del aperitivo, sino porque acabamos de conocer que el ser humano, al menos el ser humano europeo, lleva más de 6.000 años condimentando los alimentos. Así parece desprenderse del análisis de microrrestos fosilizados de ollas de cerámica recogidas en Alemania y Dinamarca y cuya antigüedad es de entre 5.750 y 6.100 años.
Estas muestras de menaje milenario han sido estudiadas en profundidad por investigadores de la Universidad de York en el Reino Unido y de otros organismos europeos, como la Institució Milá i Fontanals del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Entre los restos de cerámica se encontraron microfósiles de plantas silíceas. Es lo que los científicos llaman fitolitos. Cuando está viva, una planta mantiene su actividad metabólica normal; es decir, la función de sus células. Esta actividad puede producir la precipitación de algún tipo de mineral que sirve a la planta para ganar en estructura y masa. Estos minerales pueden quedar fosilizados y permanecer intactos durante miles de años. Son por ello de gran valor para los arqueobotánicos: los científicos que se encargan de estudiar vegetales de tiempos remotos.
En este caso, las huellas depositadas en las ollas sugieren que en ellas se habían utilizado hierbas similares a las de la familia de las aliarias. Entre éstas una es muy conocida por haber sido utilizada en la antigüedad como condimento: la Alliaria officinalis o hierba de ajo. No hace falta decir de dónde proviene su nombre; el fuerte olor a ajo que desprende se debe a la presencia de glucósidos sulfurados que la convirtieron en un condimento de gran uso, sobre todo en el centro y el norte de Europa.
Las semillas de esa planta ahora detectada en la cerámica de hace más de 6.000 años tienen un valor nutricional muy pobre. De manera que no es probable que se utilizasen como alimento de base. Además, en dichos restos de olla se han hallado residuos grasos de animales marinos y terrestres y de vegetales con almidón. El escenario parece claro: los habitantes del norte de Europa de esa época cocinaban la carne, pescado y las verduras y las condimentaban con aliaria. Es decir, nos encontramos ante la evidencia más antigua en Europa de una práctica ahora común: la de alterar el sabor de los alimentos.
Este añejo condimento debió suponer un salto importante en las costumbres culinarias de la época y cómo toda evolución en la dieta, debió de tener también su impacto social. Porque cada vez parece más claro que nuestro devenir por el mundo como especie animal diferenciada (Homo sapiens sapiens) tiene mucho que ver con la manduca. Podemos decir, sin temor a exagerar, que la cocina nos hizo humanos. Hace entre 1,8 y 1,9 millones de años, un antecesor nuestro experimentó en su cuerpo un cambio radical. El Homo erectus tenía una capacidad craneal un 42 por ciento superior a la de su primo más cercano, el Homo habilis. Cada vez hay más paleontólogos que opinan que la razón de tamaño desarrollo no fue otra que haber aprendido a utilizar el fuego para cocinar.
Cambios anatómicos
Al aplicar fuego a la carne o las verduras, se produce una liberación rápida de sabores, se ablandan las fibras más duras y se acorta el tiempo necesario para la digestión. En términos metabólicos, acortar el tiempo significa ahorrar energía corporal. Esta energía pudo ser utilizada para otras actividades, sobre todo para la socialización, que diferenciaron a nuestros antecesores de otro tipo de primates. Además, la ingesta de alimentos más blandos y con sabores más prominentes supuso un cambio anatómico importante. Para masticar una patata cocida, por ejemplo, es suficiente una dentadura que aplique la mitad de fuerza que en una cruda. La musculatura mandibular requerida para comer fruta frescas o carnes crudas es mucho mayor que la que requiere la digestión de vegetales cocidos y carnes asadas. Basta compararnos con un chimpancé. Su boca tienen labios gruesos y poderosos para que puedan albergar mayor cantidad de alimento. Los músculos de masticación de estos monos llegan hasta el borde superior del cráneo, mientras que en los humanos sólo llegan hasta un poco más arriba de las orejas. Nuestros molares son mucho más pequeños porque no necesitamos triturar tanto la comida ya cocinada como la cruda. Pero la diferencia más importante la encontramos en el estómago. El nuestro es hasta un 97 por ciento más pequeño que el de otros primates. Ellos necesitan comer el doble de alimento por kilo de peso al día ya que la comida contiene mucha fibra que es indigerible. La comida pasada por el fuego pierde hasta cuatro quintas partes de esa fibra por lo que necesitamos un 10 por ciento menos de energía para hacer la digestión. Con toda esa energía extra, nuestro cuerpo se permitió el lujo de desarrollar otros órganos, como el cerebro. Además, el cerebro creciente encontró espacio en un cráneo que necesitaba menos músculos y dientes para masticar.
Como resultado, según algunos expertos, el noble arte de cocinar se convirtió en catalizador de nuestra inteligencia. No cabe duda: hemos sido lo que hemos comido... o mejor dicho, lo que hemos cocinado.
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