Religion

El don que tienes para ofrecer

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de La Asunción de Torrelodones, Madrid

Christian Díaz Yepes

Lectio divina del evangelio de este domingo, Solemnidad de la Santísima Trinidad

La familia de un amigo familia pasaba por serios conflictos hace unos años. Entonces él me contó que solía presentarse ante su mujer e hijos con una exigencia interior que le decía: «merezco algo de su parte». Se sentía con pleno derecho a ser atendido y comprendido, y se enfadaba al no obtenerlo, pues su mujer, a su vez, pensaba algo similar, y sus hijos, otro tanto. «Vivíamos como una banda de saqueadores que buscábamos qué arrancar al otro para el propio provecho, sin comprometernos en una obra común». Esta espiral se intensificaba a medida que cada uno se sentía cada vez más vacío y frustrado. Esa obra común que no lograban construir era nada más y nada menos que sus propias vidas y felicidad. Pero esta situación empezó a cambiar cuando mi amigo comprendió que, como padre, contaba con la gracia de Dios para santificar a su familia. Es decir, tenía la fuerza sobrenatural para procurar su mayor bien. El evangelio de hoy nos revela mucho sobre esta dinámica:

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios (Juan 3, 16-18).

Dios es Amor porque es Trinidad, unidad y distinción entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Comunión de los diversos, que es todo lo contrario a la uniformidad y mucho más al individualismo. Cada una de las Personas Divinas es en relación con las demás, dando-se a las otras: el Padre ama al Hijo, el Hijo responde a su amor y la relación entre ambos es el Espíritu. Son distintos, pero a la vez UNO porque se aman en esa distinción, sin confusión ni separación. Y este amor que Dios vive dentro de sí, también lo manifiesta fuera de sí. El Padre crea el mundo y al ser humano como expresión de su amor. Necesitado este de redención, envía a su Hijo para salvarle y a su Espíritu para infundirle la fe que salva. Porque la Trinidad es misterio de donación y apertura al otro, de comunicación y creatividad.

Nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios Trinidad y, por tanto, estamos llamados a reflejarlo personal y comunitariamente, manteniéndonos en continua renovación por la fe y el amor. Son el egoísmo y la cerrazón del corazón, como raíces del pecado, las causas de todas nuestras divisiones y sufrimientos. El camino que hubiéramos podido recorrer con otros, las obras comunes que no llegamos a construir, quedan frustradas por no abrirnos en el amor. Pero ¿cómo vivir esta llamada, en la que nos jugamos nuestro ser y nuestro trascender? Todo parte de una espiritualidad, de un compromiso interior a convertirnos, comprometernos y dar testimonio. Se trata de la espiritualidad de comunión que san Juan Pablo II presentó como hoja de ruta para la Iglesia del tercer milenio. Recordemos parte de lo que esta exige:

“Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado (…) Significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como «uno que me pertenece», para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad (…) Es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios, un don suyo para mí”. (Novo millennio ineunte, 43).

«¿Por qué en vez de pretender sacar algo de tu mujer y tus hijos no te preguntas qué tienes tú para ofrecerles a ellos?», le recomendó un sacerdote a mi amigo cuando su familia estaba por tocar fondo. Fue también quien le habló de esa gracia de estado que Dios da para vivir plenamente la misión que Él mismo nos encomienda. «Me dispuse a dar ese paso y todo empezó a cambiar; primero en mí mismo, luego en mi mujer y también en nuestros chicos», testimonia mi amigo. «Me afirmó en mi propio valor y misión personal, así como me ayudó a tener otra actitud al llegar a casa y ya no tratarlos como el capataz que les exige un rédito, sino como lo que soy: un padre que ama». Su mujer, sintiéndose querida y apoyada, comenzó a actuar de modo similar, y este amor del matrimonio tuvo un eco inmediato en la implicación y el bienestar de los hijos. La espiral de frustración, enfados y agresiones se convirtió en una espiral de ayuda e interés hacia los otros; los antiguos juicios y condenas dieron paso al perdón, y así se restablecieron la comunicación y los gestos concretos de amor. «Fue como si todos hubiésemos asumido que antes de pretender sacar algo del otro, debíamos ofrecer ese don que cada uno tenía y que, haciendo así, eso que ofrecíamos nos daba paz, alegría y nos hacía más fuertes». El amor de la Santísima Trinidad empezó a ser la dinámica cotidiana de esta familia.

Hoy pensemos especialmente cómo podemos vivir entre los nuestros un amor a imagen de la Trinidad. Cuando una familia vive así, Dios está en ella. Por eso, ante toda división interior y familiar, busquemos desde la fe la imagen de Dios en cada uno de nosotros y en los demás. Solo desde allí podemos sanar y salvar nuestra unidad, perdonar y reconciliar; en definitiva, construir esa obra común que es nuestra propia vida y felicidad.