Religion
Firmeza sobre la fragilidad
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de La Asunción de Torrelodones, Madrid
Lectio Divina del Domingo XXI del tiempo ordinario
Después de haber multiplicado los panes, se hubiera esperado que la popularidad de Jesús hubiese crecido notoriamente. Sin embargo, el evangelio de Juan nos explica que acto seguido, él declara que esos panes son signo de su carne, que debe ser comida para tener vida eterna. A muchos esto les parece muy duro y le abandonan, ante lo cual el Maestro pregunta a los Doce si también ellos quieren dejarlo. Ahí Pedro habla en nombre de todos y declara que no pueden ir con nadie más, pues solo Jesús tiene palabras de vida eterna. Esa fue su primera confesión de fe (Juan, 6). Pero hoy continuamos leyendo los pasajes de Mateo que siguen a la multiplicación de los panes, y es aquí donde nos aparece la gran y definitiva profesión de fe de Pedro en Cristo:
“Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Jesús le respondió: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías” (Mateo 16, 13-20).
La doble pregunta de Jesús se da en ese contexto posterior a la multiplicación de los panes que referíamos, cuando muchos se habrían entusiasmado por el milagro y a la vez se habrían escandalizado porque anunciaba la nueva Alianza que Cristo establecería a precio de su carne y su sangre. Él formula estas preguntas a sus discípulos después que le han visto caminar sobre el mar y calmar sus aguas. Por eso primero pregunta quién dice la gente que es él y luego qué dicen “los suyos” al respecto. La gente identifica a Jesús con Elías, el profeta del fuego que proveyó de pan en abundancia a una pobre viuda. Otros ven en él a Juan el Bautista, que les preparaba para la venida del reino de Dios, pero que ellos entendían bajo criterios mundanos. La respuesta de Pedro, cuya voz se levanta sobre el resto de los discípulos, es contundente e inequívoca: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”.
Cristo está invitando a los discípulos a entrar en el misterio de su ser: “¿quién decís que soy?”. Por eso la respuesta de Pedro evoca una revelación más antigua y decisiva, la del Nombre y el ser mismo de Dios: “Yo soy el que soy”, es decir, el Dios viviente que ama, acompaña y libera a su pueblo (Éxodo 3, 14). Cuando Pedro reconoce a Jesús como el Mesías lo identifica como el Hijo de este Dios, cuyo misterio se les revela ahora más cercano y concreto que nunca. Él es el Esperado, con quien comparten una comunión inmediata mediante el diálogo personal y la amistad que pueden y deben sostenerse sobre la firmeza de esa confesión. Por eso Cristo da a su frágil discípulo el nuevo nombre de “Piedra” y por primera vez en la Biblia habla de la Iglesia, su Iglesia, que habrá de sostenerse y permanecer sobre la firmeza de esta profesión de fe y de amor en su persona, que es la verdadera fuerza.
Efectivamente, una roca es un claro símbolo de estabilidad y permanencia. Sin embargo, eso es lo que apenas percibe la breve vida de un hombre. Recordemos que en la creación que todo está en movimiento y transformación, y toda roca comparte ese dinamismo. Puede formarse por acumulación de sedimentos, por el enfriamiento del magma subterráneo o por cambios físicos y químicos en sus componentes que a través de los tiempos vuelven a repetir ese ciclo de transformación y crecimiento. Cristo no habrá ignorado esta naturaleza del símbolo que identifica con el discípulo sobre el que asienta su Iglesia. Él conoce su fragilidad personal, y sin embargo, no duda en confiarle lo que más ama con la potestad y la promesa de que prevalecerá ante todas las fluctuaciones del tiempo y los embates del demonio. La Iglesia, efectivamente, puede cambiar en su apariencia externa, incluso “desaparecer” a los ojos del mundo, como las rocas que quedan sepultadas por movimientos telúricos o por la misma mano del hombre. Sin embargo la confesión de fe en Jesús como el Hijo del Dios viviente, permanecerá inmutable, sea que se pronuncie desde lo alto de un pedestal o desde lo oculto de una catacumba. Porque la fuerza que la sostiene es la comunión con el ser mismo de Dios, El que es ante todo y sobre todo, y en cuyo rostro crucificado y glorioso se revela nuestro propio rostro, necesitado de su luz y la permanencia de su verdad.
A esa confesión de fe Cristo le da el poder de atar y desatar aquí en la tierra como en el cielo junto con las llaves para entrar allí. Es decir todo aquello que unamos por la fe en Cristo y todo lo que liberemos en su nombre permanecerá allá donde él quiere llevarnos por la mediación de su Iglesia y el testimonio apostólico que ella atesora. De ninguna otra mediación Cristo ha dicho palabras semejantes por lo cual toda auténtica confesión de fe ha de sostenerse la frágil firmeza de la del pescador de Galilea, aun cuando arrecien los embates de un mar de persecuciones y escándalos o la calma chicha de la indiferencia y poco amor ante El que Es. Él hoy te dirige la pregunta que has de responder no desde las opiniones de la gente, sino como uno de los suyos, comprado a precio de su sangre en cruz: “¿Quién dices tú que soy yo?”.
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