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Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de La Asunción de Torrelodones, Madrid

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SONY DSCOlga SimónLa Razón

Lectio divina de este domingo II de Cuaresma

Hace unos días recibí este mensaje de una amiga, que había acompañado a su padre en el hospital hasta que murió de coronavirus: “Solo puedo dar gracias a Dios. Gracias por regalarme este padre que me ha enseñado a darme a los demás. Aún en sus últimos días, estando muy fastidiado, seguía pendiente de los demás: solo quería volver a casa para cuidar a su mujer y siempre contestaba a los sanitarios que estaba muy bien. Gracias, Señor, por permitirnos acompañarle en sus últimos días, primero yo y luego su hijo sacerdote. ¿Puede haber mayor guiño del Cielo? Gracias por tanta gente que nos ha acompañado con sus oraciones y sus mensajes... Y especialmente gracias por mi marido y los niños, que cubrían lo que yo no podía hacer en casa, sin darme peso alguno. Hoy nos quedamos con el corazón lleno de su amor, el del padre terrenal y el del Padre celestial”.

¿Cómo es posible que alguien pueda expresarse así, recién fallecido su padre por esta enfermedad que tantos estragos está causando? ¿Cómo puede verse la luz en medio del dolor y la incertidumbre que estamos viviendo? Es que hay maneras y maneras de vivir las duras pruebas de la vida. O mejor dicho, hay dos: Con Cristo o sin él. Quien carga la cruz de cada día con él, puede percibir y dar testimonio de su gracia que transfigura las oscuridades más temibles en luz, paz y fortaleza. Esta es una dimensión fundamental del camino cuaresmal que estaos recorriendo. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, sube aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Los discípulos discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos». (Marcos 9, 2-10)

Era inimaginable para cualquiera el destino de Cristo: morir en la cruz como un malhechor y resucitar en gloria como Dios. Por eso sus discípulos se preguntaban qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos. Sin embargo, para prevenir el escándalo que les causaría su muerte, el Padre les da un adelanto de la glorificación del Hijo en su transfiguración. Porque para Dios no hay sacrificio sin gloria, ni lucha sin recompensa. El odio del mundo no puede tener la última palabra sobre los que siguen la al buen pastor, que no nos promete que no atravesaremos oscuridades, sino que su callado nos dará sosiego en medio de ellas (Salmo 23). Cuando unimos nuestros dolores a su Pasión, podemos experimentar algo de la gloria que él nos ha ganado y espera darnos en plenitud. Porque todo lo terreno pasa y lo que el mundo considera felicidad suele ser mera ilusión. ¡Qué distinta una vida con los ojos y el corazón abiertos, elevada hacia cimas más valiosas y proyectada más allá de nuestros límites! La gracia eterna en un alma trasfigura la caducidad del cuerpo y deja a su paso un halo de luz. Por eso es necesario que nos preguntemos: ¿Dónde estamos poniendo nuestra esperanza, en Dios que saca bien del mal y no permite que pasemos una prueba sin darnos la fuerza para superarla o en nuestros medios siempre insuficientes? Cristo nos hace descubrir que toda sombra tiene su revés luminoso; toda dificultad es una oportunidad, toda cruz, camino hacia la luz. Por eso, no te rindas, no quieras volver atrás.

No te rindas aunque todo alrededor te empuje a ello.

No abandones el camino a medio andar, la barca a la deriva.

No dejes de completar la palabra de tu vida, el verbo bendito que ha sido pronunciado sobre ti y espera ser realizado.

No claudiques en ese bien que has comenzado. Ten confianza para arriesgarte. Un corazón entero llega hasta el final.

Abre tus ojos al momento que tienes por delante para vivir sin rebajas. Abrázate a la vida con todo el ardor que se merece, y ofrécela.

Deja caer el egoísmo que te ciega, la desesperanza que agota tus fuerzas.

Escucha el palpitar de tus ímpetus y dialoga con ellos. Aprende a reconocer la eternidad que te sostiene y espera tu respuesta.

Esto es entregarse al amor de Dios. Vivir como hijo suyo y heredero de su reino. Recibir su abrazo al volver a su casa y sentarte a su mesa. Alimentarte del pan de su gracia, amasado con manos humanas.

Acoge así el Espíritu de vida y libertad que Él te ofrece. Canta agradecido a su presencia por cada oportunidad de amar, es decir, de ser tú mismo.

No te rindas. No des tregua a la vida.

No dejes de darle su sentido pleno ahora mismo.