Roma

Aparecer como se es

La Razón
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¿Cómo se prepara alguien para intervenir ante una audiencia de cientos de millones de personas? Supongo que los asesores de imagen necesitarían semanas y abundantes medios para lograr el enfoque perfecto, las palabras justas, los gestos eficaces, la entonación adecuada... Pero si para esa intervención sólo se cuenta con unos minutos en los que, además, diversas e intensas experiencias reclaman la atención, no hay más preparación posible que la de aparecer simplemente como se es. Exactamente eso es lo que vimos cuando el nuevo Papa apareció en el balcón de la Basílica de San Pedro.

Era posible fijarse en detalles particulares, como que llevara la sotana blanca, sin la muceta roja que los romanos pontífices utilizan en actos diversos. Era inevitable observar la sencillez de la cruz pectoral que colgaba de su cuello. Estos detalles tenían una intencionalidad coherente con el estilo de vida de Bergoglio, aunque quizás no se pueda excluir que algunos respondan simplemente a la necesidad de improvisar demasiadas cosas en poco tiempo (¿quién no recuerda las mangas negras del jersey que Benedicto XVI llevaba debajo de la sotana, en el mismo lugar y con el mismo motivo en 2005?). Pero lo que no deja lugar a dudas sobre la cualidad de la persona que se tiene delante son su rostro, sus manos y su palabra.

Francisco apareció en el balcón con cara serena y alegre, al principio silencioso, con gesto contenido, como dejando traslucir una cierta timidez, una voluntaria falta de dominio de la escena. Las manos insinuaron una bendición para después quedarse quietas. Y cuando se disponía a comenzar su mensaje, espontáneamente su mano derecha agarró el micrófono (como hacemos los sacerdotes en nuestras parroquias y templos). Y comenzó a hablar.

Esperaba sus primeras palabras para formular un primer juicio. ¿Serían palabras brillantes, ocurrentes, vibrantes, audaces, que merecerían ser citadas literalmente en los titulares periodísticos y en las homilías del domingo próximo? Al releer hoy lo que ayer escuchamos, caemos en la cuenta de que el Papa Francisco dijo pocas palabras suyas y, en cambio, nos invitó a poner en nuestros labios y en nuestro corazón la palabra justa, oportuna y necesaria de la oración: «Quisiera rezar por nuestro Papa emérito...», «siempre por nosotros: el uno por el otro. Recemos por todo el mundo, para que haya una gran fraternidad», «os pido que vosotros recéis para el que Señor me bendiga: la oración del pueblo, pidiendo la Bendición para su obispo. Hagamos en silencio esta oración de vosotros por mí... por mí y hasta pronto». Con la sencillez de esas palabras, ha dejado claro que la Iglesia tiene su fuerza fuera de ella misma, en el Señor que la congrega y la une en su Cuerpo. Es como si respondiera a posteriori a todo lo que hemos dicho en las últimas semanas sobre las cualidades y los retos del nuevo Papa: debía ser joven, conocer la curia, haber publicado libros... Y llega el Papa Francisco que no es joven, que no conoce la curia y que, por lo que sé, no tiene publicada una obra teológica propia y nos dice: «Os pido que recéis para que el Señor me bendiga...». Y se ha inclinado como signo de su docilidad ante el fruto de esa oración para que le guíe la luz y el amor de Dios.

Ha sido significativo que el Papa se haya referido a sí mismo como obispo de Roma, Roma entendida como comunidad diocesana, Roma como Iglesia «que preside en la caridad a todas las Iglesias», según la expresión de san Ignacio de Antioquía, en el siglo II. Es pronto para decir si esas palabras contienen una manera concreta de entender el ministerio petrino. Parece claro, en cambio, que el nuevo Papa va a seguir el modo de proceder inaugurado y llevado a cabo con gran decisión por Juan Pablo II –y continuado en diversa medida por Benedicto XVI– de ejercer las funciones de Obispo de la Iglesia particular que es Roma. Y para Roma –y con toda seguridad para el mundo entero– ha nombrado la palabra que expresa una necesidad para la Iglesia hoy más que nunca: la evangelización.

Nos dijo que hoy iría a visitar a la Madonna, como lo ha hecho en Santa María la Mayor, para que ella prepare un camino seguro en su camino de pastor de la Iglesia universal. El gesto, lleno de significado, especialmente cargado de sentido al escuchar hoy en Antena 3 que el nuevo Papa es muy devoto de la Virgen María «Knotenlösering» (Desatanudos). Se trata de un cuadro de 1700 de Georg Melchior Schmidtner, que está una Iglesia de Ausburgo, y del que existen varias copias de Suramérica. Representa a la Virgen María desatando los nudos que hay en una larga cinta. No le faltarán a Francisco en su ministerio. El gesto último del Papa fue la bendición sobre el pueblo de Roma y sobre todos los pueblos. Ahora sus brazos parecían haber ganado libertad: los alzó para trazar la señal de la Cruz y al hacerlo señaló al cielo, a la tierra, al sol naciente y poniente y, sobre todo, a las mentes y a los corazones de los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad.