La renuncia de Benedicto XVI

Benedicto XVI, el amigo de los jóvenes

La Razón
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El Papa Benedicto XVI ha presentado hoy su renuncia. Si atendemos a sus palabras, le faltan las fuerzas para cumplir eficazmente con su misión y de ahí que haya decidido echarse a un lado por el bien de la Iglesia. Contemplando el torbellino informativo levantado (es increíble el interés que sigue provocando todo lo relacionado con la Iglesia Católica) no he podido evitar recordar a Juan Pablo II, que una calurosa tarde de Mayo de 2003, dialogando con la multitud congregada en la Base Aérea de Cuatro Vientos en Madrid, se definía como «un joven de ochenta y tres años».

Muchos jóvenes recordarían estas palabras mientras, en agosto de 2011, con la misma edad y en el mismo sitio, contemplaban bajo la tormenta el gesto tranquilo de su sucesor, Benedicto XVI. El Papa, a sus 83 años, aguantaba un tremendo chaparrón, bajo dos escuálidos paraguas azotados por el viento, esperando para orar junto a los jóvenes, frente al Santísimo expuesto en la espectacular custodia de Arfe, en silencio profundo, un silencio que habla desde ese día en el alma de muchos de los presentes.

Benedicto XVI mostraba así su compromiso con los jóvenes, unos jóvenes «casi invisibles y ausentes en los procesos culturales e históricos de la sociedad». De ahí que una vez elegido decidiera, contra todo pronóstico, seguir con la tradición establecida por su predecesor y compartir unos días, todos los años, con cientos de miles de jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud.

En la que celebramos en Madrid el Papa no dejó de recordarles que «hay palabras que solamente sirven para entretener, y pasan como el viento; otras instruyen la mente en algunos aspectos; las de Jesús, en cambio, han de llegar al corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida».De ahí que sus palabras trataran de ofrecer respuestas a una generación, que las busca entre la incertidumbre y la fragilidad, convencido de que una sociedad que no cuenta con «la energía, la vitalidad y la capacidad de anticipar el futuro» de los jóvenes es una sociedad anciana, «replegada sobre sí misma, falta de confianza y carente de una visión positiva respecto al porvenir».

La fuerza de sus palabras no venía de una posición de superioridad moral, ni siquiera de su irrefutable altura intelectual. Cualquiera que las escuchara detectaba cómo esas palabras brotaban de la comprensión y del cariño, y buscaban persuadir, lejos de dogmas o imposiciones, y convencer a los jóvenes que aún hay cosas por las que merece la pena «dejarse la vida». Desde la esperanza hablaba de libertad y felicidad, mientras animaba a los jóvenes a hacer «frente al relativismo y la mediocridad», a despertar la «sed de verdad» que todos «poseen en lo profundo», a no pasar «de largo ante el sufrimiento humano», a defender la dignidad humana en una «sociedad en la que demasiado a menudo se pone en duda la dignidad inestimable de la vida, de cada vida», «a edificar la civilización del amor», arraigados en Cristo, cimentados en la alegría de la fe.