Papa
Franciscomanía sin fronteras en el Vaticano
Más de 150.000 personas abarrotaron la plaza de San Pedro en el primer Ángelus del Papa. Sus bromas cautivaron a los peregrinos y su cercanía desbordó en Santa Ana
Aforo completo. En la plaza de San Pedro. En la Vía de la Conciliazione. En la plaza de Bernini. En las calles aledañas. Más de 150.000 personas –300.000 según otras fuentes– atrapados por la «Franciscomanía». Sólo cuatro días de Pontificado y quienes saben medir cuándo realmente hay una avalancha en el Vaticano confirman que el Ángelus de ayer sólo fue comparable a los «tiempos mozos» de Juan Pablo II. El nuevo Papa engancha. Tanto, que desde las siete de la mañana se acumulaban los peregrinos en los alrededores del Vaticano. «¡Parece que echan la gente a cubos desde las terrazas a la plaza!», dice una española. Sirenas de policía, el atronador sonido de los helicópteros. Roma parece pequeña para una masa que quiere tener el primer contacto con el Papa que saludó con un «¡Buona sera!», que quiso pagar la cuenta de su residencia y que ha pedido una Iglesia para los pobres. Pancartas de todos las congregaciones, movimientos y realidades eclesiales, desde la Comunidad de San Egidio al Camino Neocatecumenal, pasando por Comunión y Liberación. Hay sitio para todos en la Iglesia. Para los curiosos, para los «no creyentes», a los que bendijo el sábado, y para aquellos que esperan reencontrarse con la fe. Y los que tienen esperanza en abandonar el invierno –quedan unos días– mientras sostienen un cartel que reza: «Papa Francisco, la primavera de la Iglesia».
A la espera de un escudo
Ovación de bienvenida cuando Francisco sale a un balcón con un dosel que espera un escudo para la semana que viene. Fiesta por el que se asoma. Griterío sin límite de edad. Silencio. Llega el momento de escuchar. Y se percibe. El Papa habla, el pueblo sigue con atención. A la expectativa. Y corresponde con risas cuando ironiza sobre la posibilidad de hacer promoción gratuita al cardenal Kasper al citar su libro, o al reconocer la sabiduría humilde de una anciana que aprendió a perdonar sin necesidad de ir a la Universidad Gregoriana, la de los Papas, donde no estudió Bergoglio. Bendición final. Aplausos y banderas a puñados. Literalmente. Argentina, Australia, Polonia, Buenos Aires... ¡La española con toro incluido! Es lo que tiene la universalidad de una Iglesia sin fronteras. Se despide con un «Buon pranzo», la expresión más coloquial para desear un buen almuerzo. El aperitivo cargado de misericordia, servido por el Papa, de diez.
Y si en San Pedro tocaba mirar hacia lo alto, en Santa Ana tocaba hacerlo de frente. Saludos de «tú a tú» y abrazos en la parroquia vaticana al que el beato Juan Pablo II calificó en el año 2004 como «un oasis del espíritu». Allí ejerció de párroco. Llegó a pie al interior del Estado Vaticano. Tras revestirse en la sacristía, volvió a salir para entrar en procesión por la puerta principal. Su nombre, coreado. Y Guido Marini, ceremoniero pontificio, estuvo al quite para evitar que se tropezara, como ya le ocurriera en la audiencia al Colegio Cardenalicio, al advertirle de la presencia de un escalón a la entrada. Al finalizar la eucaristía, más gestos de cercanía. Suele ser habitual que en muchas parroquias el sacerdote se apresure a salir a la puerta para desear un feliz domingo a sus feligreses. El Papa párroco lo hizo. Uno a uno, a los fieles que habían estado en misa sin que éstos pudieran casi ni creérselo cuando salían por la puerta y se toparan con él. Francisco, que iba austeramente vestido, se despojó del báculo y la mitra y repartió besos, abrazos y bendiciones. Tras acabar, y para angustia y asombro del cuerpo de seguridad Vaticano, se acercó a quienes esperaban en las vallas porque no habían podido entrar en Santa Ana. Para entonces ya eran las doce menos veinte minutos y el ceremoniero le avisó de que había que irse para no llegar tarde al rezo del Ángelus. Puntual en los gestos. Puntual en el horario. Puntual la lectura del día, de Isaías. Más profeta que nunca: «Algo nuevo ya está brotando, ¿no lo notáis?».
El Papa, con la familia Orlandi
Uno de los feligreses que saludaron ayer Francisco tras la misa de Santa Ana fue Pietro Orlandi, el hermano de Emmanuela Orlandi, la hija de un ujier de la Santa Sede desaparecida en 1983, cuando tenía 15 años. El secuestro de la joven se relacionó con terroristas que planeaban intercambiarla por el turco Ali Agca, quien disparó contra Juan Pablo II en 1981. Pietro, cuya madre es parroquiana de Santa Marta y vive en un apartamento del Vaticano, saludó con afecto al Papa, habló con él durante unos instantes y le mencionó el caso de su hermana. Los familiares creen que hay altos cargos de la Santa Sede de aquella época que ocultan información relacionada con la desaparición.
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