Juan Diego

Inmaculada, nuestra esperanza

La Razón
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En la Iglesia, lo mismo que en la sociedad, no faltan los problemas. A veces éstos son tan graves que puede darle la impresión a quien los padece que no hay futuro, que no hay salida. Para el que no tiene fe, ciertamente, la noche se presenta enormemente oscura. En cambio, para el que tiene el don de la fe, siempre hay luces que iluminan las tinieblas.

El que no tiene fe y es optimista o pesimista, según los cálculos más o menos acertados que haga sobre el devenir suyo o colectivo. En cambio, el que tiene fe va más allá de esos cálculos y se ancla en la virtud de la esperanza. La noche era tremendamente oscura, no como boca de lobo sino como boca de demonio, hace más de dos mil años, cuando un hombre y una mujer, Joaquín y Ana, se amaron y engendraron a una hija a la que después llamarían María. Ella, por gracia de Dios y en vistas a la salvación que habría de procurarnos el que sería su Hijo, Jesucristo, fue preservada del pecado original, concebida sin él. La Nueva Eva, con la que comenzaría la Nueva Humanidad, fue desde ese momento en la esperanza de los hombres. Ella, la Inmaculada, se convirtió en la mano a la que nos agarramos fuertemente para que el huracán en que a veces se convierte nuestra vida no nos arroje a lo desconocido.

La misericordia de Dios para con nosotros ha sido tan grande que no sólo se nos ha revelado como Padre sino que nos ha dejado a su propia Madre como nuestra Madre. Y todos los días se lo oímos decir, como Juan Diego la primera vez, en la colina mexicana del Tepeyac: No tengas miedo, aquí estoy yo que soy tu Madre. Ten esperanza.