Francisco, nuevo Papa
La primera noche de rezo en la Sixtina
Francisco promete ser el centro de comunión de los seres humanos, el punto de referencia de los excluidos, los abandonados y los heridos por el pecado. Le imagino en completa soledad en la Sixtina, sentado en la silla donde ha permanecido unas horas como cardenal. Se siente vacío ante la omnipotencia del Creador y del Juez Supremo
La Misa de Entronización del Papa Francisco, el Papa número 266 de la Iglesia Católica, será el próximo martes, a las 9.30 horas, según ha confirmado el jefe de la Sala de Prensa del Vaticano.
El Papa Francisco acaba de salir al balcón de San Pedro con su miedo, su sonrisa y su sencillez incorporados. Lo uno y la otra le acompañarán durante su pontificado, el miedo al constatar que su oficio resulta siempre superior a sus capacidades, y la sonrisa de sentirse elegido y amado. Ser conscientes de que sólo Jesús es el Señor de su barca conforta y redimensiona la situación.
Hace unos meses terminé la redacción de Jesús en Roma, una narración de la presencia de Jesús y algunos de sus santos en la Ciudad Eterna (Editorial Khaf. Madrid 2013). Qué conveniente resulta siempre considerar que Jesús se encuentra presente en nuestras vidas y en nuestras instituciones, aunque no podremos menos de asustarnos si consideramos cuál puede ser su juicio sobre nuestra vida y nuestra gestión de las instituciones cristianas.
Tras su visita a parroquias, familias, lugares de trabajo y otros espacios de la ciudad, Jesús se encuentra con los religiosos, con los jóvenes y finalmente con el Papa, los cardenales y otros miembros de la organización eclesial. Quienes le escuchan no pueden menos de examinar si su vida y su actuación tienen sus mandatos como ejes fundamentales de sus vidas: no he venido para ser servido sino para servir, no así vosotros, no actuéis como el mundo, los últimos serán los primeros, perdonad setenta veces, en esto conocerán que sois mis discípulos. Somos conscientes de que no podremos llamarnos discípulos suyos si no actuamos como él. A menudo nos contentamos con grandes palabras, con principios y mandatos que resultan vacíos y necios si no se corresponden con la actuación y el testimonio.
Benedicto XVI, después de su encuentro con Cristo y de una reflexión profunda, decide retirarse al monasterio franciscano de La Verna, dando paso a la elección de un nuevo Papa. En sus palabras comunicando su decisión explica que «en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu». En el ánimo de los cardenales que poco después se reúnen para elegir su sucesor se encuentra la decisión de elegir un Papa que se haya enfrentado con el mundo moderno y con el pueblo pobre y abandonado y que haya dado muestras de ser capaz de anunciar la buena noticia de modo comprensible, transparente y esperanzado para los hombres y mujeres de nuestro mundo. La elección del Papa Francisco responde indudablemente a este convencimiento.
Dado que la información resulta exhaustiva en las crónicas de este número, me permito imaginar cómo han sido las primeras horas de Francisco, nombre que corresponde al misionero admirable Francisco Javier y al seráfico Padre de los pobres y amante de la naturaleza.
El nuevo Papa, tras saludar muy sencilla y fraternalmente al pueblo cristiano desde el balcón de la basílica, decide pasar la primera noche en completa soledad en la Capilla Sixtina donde horas antes le han elegido obispo de Roma. Sentado en la silla donde ha permanecido unas horas como cardenal, en penumbra, con el espléndido portón cerrado y con dos guardias suizos alerta al otro lado, permanece sumido en oración. Se siente vacío ante la omnipotencia del Creador y del Juez Supremo. ¡Se siente tan poca cosa! Cristo le pide que permanezca en esa actitud, siguiendo a su Maestro que no vino a servir y no a ser servido. El Papa Francisco es muy consciente de su poquedad ante el creador y se siente dispuesto a ser el servidor de todas las criaturas y de todas las comunidades. «Tú solo eres mi fuerza, Señor» y te prometo hablar y actuar siempre siguiendo tu máxima: «No así vosotros».
Horas antes, cada cardenal ha puesto sus manos sobre el Evangelio y, aunque vestido de púrpura y de dignidad, se ha considerado pura nada, consciente de que su única fuerza y razón de ser era Cristo. Nuestro Papa Francisco se ha prometido no considerarse superior a nadie y tomarse en serio el título asumido por Papa Gregorio de «Siervo de los siervos del Señor».
Los hombres andamos en círculos, dando vueltas a lo mismo, viéndonos siempre las mismas caras. El Papa Francisco decide mirar hacia arriba y se encuentra con el rotundo dedo de Dios dirigido al hombre, dándole vida y sentido. Toda la potencia del Altísimo parece cubrir en ese instante la Iglesia y al recién elegido. En un momento en el que el poder reside sólo en el Señor de la Vida, la criatura, desnuda de cuanto no sea fe y esperanza, se siente confortada y respaldada. Francisco se promete ser el centro de comunión de los seres humanos, el hermano de los hijos del Padre, el punto de referencia de los solos, los excluidos, los abandonados, los heridos por el pecado. Dispuesto a que la Iglesia sea fundamentalmente un espacio de convivencia, acogida y escucha, convencido de que el núcleo de la enseñanza de Cristo se centra en la paternidad de Dios, pide a Cristo su protección.
La figura impresionante que Miguel Ángel pintó ante el altar parece moverse cuando pregunta al nuevo Papa: «Francisco, ¿me amas?». Con toda su alma, desde lo más profundo de su corazón, el Papa Francisco musita emocionado: «Señor, tú sabes que te amo», y Cristo, bajando su potente brazo (al menos, así lo experimenta el Papa) y apuntándole con su mano le encomienda con dulzura: «Apacienta a mis ovejas».
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