Coronavirus

Jugando a ser Dios

Miguel Carrero, presidente del Grupo PSN

Un día de trabajo de un médico rural durante la pandemia del coronavirus
"Nadie puede garantizar que alguien tenga menos derecho a vivir que otro por razón de su edad"Eduardo ParraEuropa Press

Son momentos difíciles, complejos e inciertos con graves repercusiones sanitarias, económicas y sociales que nos ponen antes situaciones límites y desconocidas, capaces de provocar respuestas no previstas y, con frecuencia, impensables en otros tiempos. Se adoptan medidas extremas que no siempre están en proporción ni en relación con la situación planteada, medidas que en ocasiones pueden resultan perversas, dejando de ser parte de la solución para convertirse en un problema.

En la gravísima e imprevista situación, sumidos en la incertidumbre, no siempre acertamos con la más correcta de las actuaciones. Es comprensible, por eso mismo debemos extremar la búsqueda de la bondad y la eficacia y, en ningún caso, ni bajo ninguna circunstancia, inculcar ni violar los sagrados derechos humanos, y me refiero especialmente al más sagrado de todos ellos, la VIDA. Es singularmente grave utilizar la trágica circunstancia para justificar decisiones que atentan contra la ética y los valores de las personas, que no son otros que los valores humanos.

En los últimos días, hemos podido leer en diversos medios de comunicación la filtración de un informe interno de la Consejería de Salud de Cataluña en el que se sugiere que los trabajadores del Servicio de Emergencias Médicas deben explicar a los familiares de los pacientes sospechosos de Covid-19, con mal pronóstico por edad o patologías previas y cuyo traslado a los hospitales ha sido negado, que “la muerte en casa es la mejor opción”. Este protocolo establece igualmente la “la limitación de esfuerzo terapéutico para pacientes con sospecha de Covid-19 e insuficiencia respiratoria aguda” y desaconseja “el empleo de ventilación mecánica invasiva para los pacientes que superen los 80 años”.

No podemos quedarnos mudos ante lo que supone un ataque frontal al derecho a la vida de las personas. ¿Quiénes son estos dirigentes que se arrogan la potestad de decidir quién vive y quién muere? ¿Quiénes son ellos para orientar la decisión de un profesional libre, cuya acción debe regirse única y exclusivamente por el más profundo de los sentidos éticos y del irrenunciable compromiso de asistencia y de no hacer daño? ¿Quiénes son ellos para minusvalorar y degradar al paciente a la condición de objeto, tal vez guiados solo por fines suficientistas, materialistas y eficientistas? ¿Acaso no es fascismo?

Ante situaciones límite, quienes gestionan la Sanidad tienen el deber y la responsabilidad de dotar a los profesionales de todos los medios necesarios para afrontar una terea titánica en estas circunstancias extremas; la obligación y el deber de facilitar todos los recursos necesarios, de habilitar nuevos centros, de conseguir, como sea, los equipos de protección mínimos e indispensables, esos que han faltado desde el inicio de la crisis y que han hecho que nuestros sanitarios hayan sido, desproporcionadamente, los que más contagios han sufrido. En definitiva, la obligación de estar al servicio de quienes libran la batalla en primera persona, de ayudarles a cumplir su compromiso ético en relación con el sagrado deber de actuar, sin discriminación, en beneficio del enfermo, del ser humano. Estar a su lado y apoyarles nunca debe significar creerse en posesión de sus decisiones. La profesión médica, si por algo se caracteriza, es por su independencia, por la autonomía con la que debe tomar sus decisiones.

El acto médico es en sí mismo un acto moral, intrínsicamente bueno, que respeta y protege los valores humanos y ningún valor hay tan necesitado de protección como lo es la propia vida. Nadie puede garantizar que alguien tenga menos derecho a vivir que otro por razón de su edad, porque nadie puede garantizar que el enfermo más longevo no supere la enfermedad, ni que el paciente más sano no sucumba ante ella, día a día somos testigos. Estoy seguro de que, en situaciones como éstas, las injusticias son inevitables porque la enfermedad en sí misma es una injusticia, pero no podemos tolerar que nadie decida sobre la vida y la muerte, lo que con toda su crudeza es derecho de los enfermos, de los seres humanos y obligación de los profesionales defender en cualquier circunstancia. Todo lo demás es jugar a ser Dios.