Coronavirus

Un confinamiento de ultramar

Nunca hubiéramos imaginado que el desastre llegase de la mano de una pandemia.

El uso de las mascarillas entre la población se ha extendido con rapidez. En la imagen, una mujer tose con una puesta
El uso de las mascarillas entre la población se ha extendido con rapidez. En la imagen, una mujer tose con una puestaCHRISTIAN BRUNAAgencia EFE

Como cada vez que el periódico me encarga una serie llamé a Raúl del Pozo, y le pedí consejo. Me leyó en voz alta textos de Tucídides dedicados a la muerte de Pericles, arquitecto de la democracia, al que tumbó la peste. Nunca hubiéramos imaginado que el desastre llegase de la mano de una pandemia.

Muchos siglos más tarde del griego divino, en 1348, explotaría el avispero feroz de la peste negra. «En este tiempo» -escribió un cronista francés, Froissart, «por todo el mundo corría una enfermedad, llamada epidemia, de la que murió un tercio de la humanidad». A las guerras y las hambrunas Europa añadió la epidemia de ganglios lifánticos inflamados, que rompían con gran pestilencia. Yersinia Pestis galopaba libre por las calles. Tecleo desde una Nueva York inimaginable. El alcalde Bill de Blasio ha cerrado los colegios, los bares, los principales museos, los teatros. Broadway ha chapado y los restaurantes sólo reparten comida a domicilio.

El metro parece un laberinto fantasma y la gente corretea por los parques como si la persiguiera un perro loco y fantasma. Ahora lo aplauden pero hace apenas dos días De Blasio exclamó que Nueva York no es Italia. Mucho menos China. En aquellos tiempos, tan lejanos, Donald Trump, esa indigestión de tinte rubio y eructos populistas, acusaba a la prensa de difundir bulos. La prensa me odia. La prensa no me quiere. Como buen mequetrefe racista señaló a los extranjeros, que llevan la enfermedad en los huesos, los cepillos de dientes, los sandwiches.

El coronavirus era un bulo, dijo. Una serpiente de verano en los prolegómenos de la primavera, añadió. Lo habían diseñado sus enemigos para entorpecer su reelección. Otro jugador de fortuna, Boris Johnson, ha decretado la utopía del contagio general. Con la intención de inmunizar a los supervivientes. En EE.UU el presidente repetía que todo estaba bajo control y que Trump seguiría con sus mítines, fabulosos, y convocando multitudes.

Son las grandes figuras políticas de nuestro tiempo. Corsarios, señoritos golfos, aupados por las tensiones de la globalización y el miedo al futuro. «E este año fue en toda la tierra muy grand fambre», reza la crónica de Fernando IV en 1301, «Re fue tan grande la mortandad en la gente, que bien cuidaran que muriera el cuarto de toda la gente en la tierra. A diferencia de los hombres de entonces, y de los tiempos de Pericles, cuando como me explica Raúl los caballos del gran hombre lloraron, tenemos la ciencia de nuestro lado. En contra, la plaga de políticos bubónicos, chalequeros profesionales, que apuestan la salud pública al bacarrá del qué dirán y el caprichoso albur de los sondeos, único diapasón moral que conocen. Para descomprimir llamo a mi madre por teléfono, en Valladolid.

Recordamos que mi padre, historiador, escribió mucho sobre la Peste Negra. ¡Colgamos animadísimos! En el Vitae Paparum Avenionsesium leo: «En el año del Señor de 1348 se difundió por casi toda la superficie del globo una horrible mortandad. No se había conocido nada semejante. Los vivos apenas eran suficientes para enterrar a los muertos. Se apoderó de todo el mundo un terror tan grande que en cuanto alguien tenía una úlcera o un pequeño bulto, generalmente en la ingle o en el sobaco, la víctima era abandonada incluso de sus familiares. Si en una casa alguien contraía la enfermedad, era probable que todos los que habitaban allí fuesen contaminados y que todos muriesen.

Corrió el rumor de que algunos criminales, y en particular los judíos, echaban en los ríos y en las fuentes veneno. En realidad la peste provenía de las constelaciones o de la venganza divina». Consuela imaginar que nadie a estas alturas abandonará a nadie, que no circularán rumores infecciosos, que no acusaremos a un colectivo de emponzoñar el aire o las aguas, que no creeremos en castigos celestes o desquites cósmicos. Nos pensamos superiores a los hombres de entonces. Que la política se ha sofisticado. Que el afán de verdad y justicia resulta inexpugnable.

Pero el mundo entra en tierra incógnita. Mi hijo, Max, que tiene menos de 5 años, no deja de hablar del coronavirus y en CNN el gobernador de Ohio acaba de pedir que suspendan las primarias. El chino de la esquina ha chapado y yo escribo cada línea entre la inconsciencia y la angustia. Porque de esta salimos, claro. Pero veremos cuántos jirones y cuántas lágrimas cuesta.