Coronavirus

La cacerola como arma de evasión masiva

Hay ciudadanos que no escatiman en esta versión de resiliencia y responsabilidad social en sus ventanas. Otros desearían silencio para cavilar sobre cómo afrontarán la vuelta a la normalidad

Pandemia del coronavirus
Balcones, terrazas, ventanas y ventanales se han convertido en un gran escaparate en estos días de confinamiento. Del aplauso a las 8 de la tarde se ha pasado a otras muchas formas de expresión popularSusanna SáezAgencia EFE

Con la primera gran andanada del separatismo catalán, en octubre de 2017, las eternas dos Españas parieron una tercera que enseguida fue bautizada como «el país de los balcones», ése que espontáneamente había colgado en masa la enseña rojigualda para, primero en Barcelona y luego en el resto del territorio, dar la batalla de los símbolos a los de la «estelada». Consumada la moción de censura contra Mariano Rajoy, un 10 de febrero, esos vecinos bajaron a la Plaza de Colón en una manifestación cuyo front row vive hoy confinado, como todos.

Albert Rivera está en su casa, en el sentido literal del término y también en el amplio, porque se borró de la vida política tras su batacazo de noviembre. Santiago Abascal, habiendo superado el COVID-19 según propia confesión tuitera, galopa cual corcel henchido de soflamas patrióticas para salvarnos (¿de qué?) en esta era aciaga de enemigos invisibles. ¿Y Pablo Casado? Él, por suerte, se ha mostrado en los últimos días como lo que debe ser: el líder de la oposición y del mayor partido de España, un político tan serio como para sacrificar por el bien común el rédito electoral que podría extraer de los bandazos e insensateces de Pedro Sánchez durante esta crisis. Ya habrá tiempo, que éstos son días de arrimar el hombro.

El lenguaje de los medios, sin embargo, tritura los conceptos a toda velocidad y un significante adquiere enseguida un nuevo significado. «Moda es aquello que pasa», dijo Coco Chanel aplicándolo a su mundillo, aunque en ella siempre habitaba una vocación de universalidad. Más rápido se olvidan las expresiones de los periodistas, que han redefinido a los pocos días de confinamiento esa «España de los balcones» que clamaba por la unidad nacional para convertirla en la de las eternas trincheras, los del postureo y los malajes, desde las que se disparan los españoles.

Todos los «media» al alcance de una ciudadanía apisonada por el ruido, los «mass» y los «social», bombardean con relatos e imágenes de situaciones de lo más inverosímiles que se suceden en los balcones de esta España confinada que no escatima en resiliencia y responsabilidad social, a decir de los inspirados vates de unas tertulias prolongadas hasta la náusea, frente al hartazgo de aquella otra España, resignada y silente, que desearía un poco de silencio, o siquiera un ápice de sobriedad, para cavilar sobre cómo afrontará a la vuelta de la normalidad un futuro que pinta color hormiga.

Carlos, esposa inmunodeprimida por una enfermedad crónica e hijo recién salido de una intervención quirúrgica muy seria, tiene en el estado de salud de su familia una poderosa razón para asumir sin rechistar el estado de alarma, pese a que la parálisis de la economía dejará temblando sus finanzas. «En Milán, al cuarto día de guardias ininterrumpidas dieron una ovación a los sanitarios; a la semana, salió un vecino a tocar el violín en su balcón; 48 horas después, otro dio una clase de gimnasia a la comunidad… Aquí, se decretó el encierro el sábado y el domingo ya habíamos hecho todo eso y mucho más».

La forzosa vida casera e hiperconectada cierra puertas a la calle, está claro, pero abre una ventana de oportunidad a cualquier español que desee hacerse famoso en el tiempo que se suba a las redes un bello gesto solidario o una gansada, un anhelo perseguido por aproximadamente el 98 por ciento de la población, según la estimación más bajista. Cádiz es cuna de la libertad desde 1812 y del ingenio desde siempre, y en algunas comunidades se ha sacado del altillo la decoración navideña para darle calor hogareño al ambiente. «Todos juntos en casa, la nevera llena, mensaje del Rey, no hay fútbol… sólo faltaban el árbol y el belén», se justificaba uno de los promotores. Es simpático, libre de contaminación acústica, no molesta. Está bien.

En Mairena del Aljarafe (Sevilla), un vecindario se ha ganado una distinción virtual de la Organización Mundial de la Salud (OMS) por ser ejemplar en la conllevancia del enclaustramiento. Se hicieron famosos por el bingo que organizaron desde las terrazas, que persiste, y porque un monitor de gimnasio dirigió desde el patio el ejercicio de sus habitantes, entrenamiento que cesó porque un comunero recordó la prohibición de permanecer en las zonas comunes más de lo estrictamente necesario. «Siempre tiene que haber un sieso», se lamentaba María Jesús por la victoria del quisquilloso.

El aplauso de las 20 horas (y qué decir de las caerolas, arma de evasión masiva) tampoco concita la unanimidad que debiera y no hay móvil en la Piel de Toro que no haya recibido el vídeo de ese prototípico español cabreado increpando desde su balcón a toda la calle: «Menos aplausitos y a ver si aprendemos a votar», grita sin revelar qué le reclama al sufragio ajeno. ¿Mayoría absoluta para Pedro Sánchez? ¿Vuelco a favor del centroderecha? ¿Proclamamos la república por aclamación con Pablo Iglesias de caudillo vitalicio? Este rito puntual ha producido una cadena de réplicas. La Archidiócesis de Sevilla, por ejemplo, hace sonar las campanas de la Giralda al mediodía para llamar a la oración del Ángelus, que en Triana se reza al ritmo de la salve rociera. En alguna calle del popular arrabal, los sones del coro pío compiten con el heavy metal a toda pastilla que pincha un vecino agnóstico.

La canción del Dúo Dinámico «Resistiré», a falta de una letra que entonar cuando suena la Marcha de Granaderos, se ha convertido en una especie de himno oficioso del confinamiento con el que en muchas calles se quiso sobrellevar el encierro. «El primer día me hizo gracia –explica Dani– y el segundo me asomé a cantar. Pero a partir del tercero, se inició una pequeña rebelión. Lo más suave que se escuchaba era hortera, porque es que hay que ser hortera… También le propinaron algún insulto irreproducible, al pobre, y tampoco es eso. Al quinto día, se rindió y dejó de ponerlo. Volvió la paz».

La campaña de concienciación también da pábulo a algunas patrullas balconeras, chivatos vocacionales, acusicas amargados, soplones en la más repugnante tradición de la delación anónima de los juicios inquisitoriales que han llegado, según denuncia de la Plataforma de Atención Temprana de Andalucía, a increpar desde su atalaya a padres que sacaban a pasear a su hijo autista. Porque el Gobierno, poca broma con esto, pensó en los chuchos al decretar el estado de alarma y ha tardado casi una semana en permitir la salida de los niños con este trastorno. País.