Coronavirus
Distopía mediterránea: hacia la costa fantasma
Nos proponemos un viaje imposible durante el puente de mayo: salimos de Madrid hacia el Levante para ver la carretera y conocer la realidad de quienes viven en el camino que, silencioso y oscuro, no se parece a nuestros recuerdos
En la antigua normalidad, esto se vería lleno de coches. La escena, en su interior, consistiría en un debate sobre si nos da tiempo a pasar por el supermercado para cocinar o vamos a comer directamente a alguna parte. ¿Dará tiempo a un bañito?, preguntaría alguien. Va a hacer un fin de semana estupendo, soleado y caluroso. Sin embargo, no son aquellos tiempos. La carretera, un 30 de abril, víspera del puente de mayo, está desierta, fría, zombi. Gonzalo, el autor de las fotos de este reportaje y yo, nos miramos por encima de la mascarilla. Son casi las ocho de la mañana en Madrid. Al diablo con la melancolía, nos vamos a la playa.
Estamos en la A-3, la carretera de Valencia en la que cada año se ven retenciones dignas del desfile del ejército norcoreano. Ahora, el silencio asusta. La autopista, fantasmal y extraña, es nuestra. Pronto nos daremos cuenta de que el plan, por muy atractivo que pueda parecer, no lo es. Nos embarcamos en una distopía mediterránea, una expedición al país de la extrañeza. La primera parada la realizamos en un área de servicio a 35 kilómetros de la salida. Acercamos la nariz al cristal de un restaurante, llamado «Zielo de Madrid», que está cerrado y el cielo, negro, amenaza tormenta. En la zona de descanso saltan dos conejos que jamás osarían estar allí en la antigua realidad. ¿Cantan más fuerte los pájaros que de costumbre o me lo parece a mi? Aquí no hay nada que ver, literalmente. Reemprendemos la marcha.
Probamos suerte en otra área de servicio, en Fuentidueña de Tajo. El hostal Miralrio (sic) parece abandonado, pero no lo está. En la diáfana área de aparcamiento campa a sus anchas un boxer enorme que nos conduce a un taller mecánico. Un cisne hecho con neumáticos nos recibe por toda presencia. No hay un alma y la sensación es que estamos fisgoneando. Nos encontramos al borde la autopista y Gonzalo quiere fotografiar un coche pasando. Lo único que pasan son los minutos y algún camión. Nos asomamos al Restaurante de Juan, Hotel la Atalaya y, donde deberían verse familias, autobuses de línea hacia la costa o bocadillos de lomo y queso, pero no se escucha ni un murmullo. Si un área de servicio puede resultar un poco deprimente, a este lado del cristal resulta desalentador el paisaje: las sillas se acumulan apiladas de cráneo sobre las mesas y las estanterías llenas de chocolates, peluches y recuerdos del camino se intuyen a oscuras. Parece salido de un relato de Stephen King o de Wim Wenders.
Menús por la ventana
Cual empresa quijotesca, tratamos de preguntar en las ventas de quesos y jamones del camino, ya en Castilla-La Mancha. No encontramos ni una abierta. La Venta San José, en la provincia de Cuenca, es una parrilla popular en la ruta. Una enorme sábana anuncia que está «cerrado por descanso». Al lado, en el Asador Marchena, Susana nos explica que ya no abren de siete de la mañana a doce y media de la noche, como es habitual. Solo de una a cinco, para dar comidas a través de la ventana, con tupper. «Y damos café gratis a transportistas. Decidles a todo el mundo que todavía damos servicio», pide delante del local en penumbra. Este es su modo de vida, su sustento, y, aunque de momento «aguantan», no sabe por cuánto tiempo. En ese mismo área de servicio nos encontramos a dos hombres con coches serigrafiados de una compañía eléctrica pasándose una caja el uno al otro. «Son EPI –explica–. Es lo principal hoy en día: mascarillas, guantes y geles desinfectantes. Nos ayudamos con el material. Hemos quedado en medio del camino, pero esto parece el fin del mundo, ¿verdad?», dice Jesús, que conoce la zona bien. Nos despedimos y mientras hacemos unas fotos a naturalezas muertas pasa una patrulla de la Guardia Civil. Escuchamos que preguntan a Jesús qué hacemos. Se conocen. Nos identificamos. «La gente en general está cumpliendo bastante, aunque los primeros días que se anunció el confinamiento vinieron unos cuantos de Madrid. Pero bueno, los tenemos localizados y hacemos el seguimiento», explica uno de ellos. ¿Para que no vuelvan a venir? «Para eso y para que no se vayan a Madrid tampoco. Que se queden donde están», explica dando a entender que tienen la comarca muy controlada. Acceden a posar y nos deseamos suerte. El cielo se ennegrece y empieza a llover. Pasamos junto a la inmensa silueta de toro de Osborne y no podemos resistir la tentación magnética de acudir al icono de los caminos del veraneo. Nos cuesta un rato, pero finalmente damos con una senda bacheada paralela la autovía que nos lleva a los pies del inmenso morlaco. A un par de centenares de metros, vemos una vieja furgoneta con las puertas abiertas.
Es la de Salvador, que presta ayuda a su hijo cuando la necesita porque se atasca el tractor. «Estamos sembrando el girasol», dice junto a su parcela poligonal perfectamente delimitada. «Como ha llovido mucho, la tierra está blanda y la maquinaria se encalla», nos explica. Nos hemos dado la mano como si nada y parece que en esta parte de la tierra es como si el Coronavirus no existiera. Pero, cuando nos despedimos, suelta: «Estamos viviendo un tiempo oscuro. Id con cuidado», y nos indica cómo volver a la carretera. Pues vaya mal rollo de «road trip».
Las máquinas de Amancio Ortega
No hay un alma en el Hotel Marino, a la altura de Honrubia, pero tenemos más suerte en el Ven y Ven (Tébar, Cuenca). Es la una de la tarde y encontramos dos seres humanos. Comen un bocadillo en unas sillas de plástico delante de un restaurante cerrado. Ambos se llaman Juan y se dedican «a las máquinas de oncología». Al transporte e instalación, aclaran. «¿Tú sabes eso de que Amancio Ortega hizo una donación...?». Claro, contestamos. «Pues nosotros somos quienes montamos esas máquinas», dice. Venga ya. Entonces, ¿no es un mito, una propaganda? «Nooo. Mira –enseña el móvil con fotos de los enormes aparatos–. Venimos de Valencia, pero sólo hemos podido montar una parte, nos queda instalar el control. Luego tenemos que ir a hospitales de Cáceres, Zaragoza y Móstoles. Nos pasamos 15 o 16 días seguidos fuera de casa», relatan con aplomo. Nosotros vamos a la playa, confesamos, a ver qué encontramos. «Bah, el fin de semana pasado, Gandía estaba completamente vacía. Pero ahora que van a volver dejar salir a la gente se pondrá hasta arriba... Ya verás, el mes que viene todos encerrados otra vez».
Durante las más de siete horas que tardaremos en llegar al destino, apenas nos cruzamos con turismos. Solo camiones de todos los tamaños a los que dan ganas de saludar para enjuagarnos la soledad. Juanma El Guerrillero es uno de ellos. Le pillamos en la cabina de su vehículo comiendo de una bandeja de plástico. «Estaba ya harto de ensaladas y bocadillos. Y yo sé que este señor sigue manteniendo la cocina abierta», explica sobre el local junto al que ha estacionado el camión, mientras da cuenta de unas judías estofadas «mucho más que decentes». Va camino de Chirivella (Valencia), donde vive. Vuelve a casa. Cree que lleva alfalfa o algo parecido pero no está seguro. No ha parado de trabajar desde que comenzó la pandemia y las condiciones son más duras porque hay menos establecimientos donde asearse, comer y descansar. Pero también se siente más valorado que nunca: «Hay gente muy buena que nos ofrece lugares para estar y café gratis». Además, asegura que da gusto conducir sin tráfico. Saluda a Germán, que conduce «Aragón sobre ruedas», como anuncia su placa en el salpicadero. Hacen bromas con el dueño. «Parecemos más guapos con la mascarilla», ríen. Germán acaba de llegar, llena el depósito, pasa una escobilla por el cristal y compra un bocadillo y una coca cola. Vuelve a su ruta y nosotros también. Nunca vimos tan triste y sola Motilla del Palancar (Cuenca), atravesada por la antigua autovía. El sol brilla y cruzamos el inmenso Embalse de Contreras. Para mayor extrañeza de esta alucinante excursión, el pantano está bastante lleno. Unos pájaros enormes caminan sobre el asfalto de la autovía como las palomas que cruzan mi calle. No entendemos nada. Paramos en varios mesones que se extienden sobre su parcela, polígonos perfectos y desiertos que ofrecen una panorámica de más fincas matemáticas: cultivos, secanos, barbechos y olivares que se suceden en ángulos antinaturales. Esos minifundios que se ven desde el cielo como píxeles de la fotografía de España. Y ni una sombra en los perfiles pelados del paisaje.
Llevamos seis horas de carretera y miramos al horizonte soñando con que surja el Mediterráneo. El calor ha empezado a apretar en este día loco de primavera. Toda la distancia social y la sensación de ruina habrá valido la pena cuando lleguemos. O eso esperamos. En el pasado remoto, a estas alturas del viaje, las preguntas eran cuánto queda y falta mucho, pero no sé si se sigue haciendo eso en la era de las pantallas. Buscamos un lugar de playa, pero uno popular, de los que estos días deberían encontrarse abarrotados de familias. De los que multiplican exponencialmente su población. Cual quijotes de secano, como intrusos mesetarios en el litoral (no tanto: Gonzalo es valenciano) por fin alcanzamos Hollywood con sus inmensas letras en la colina. Ah, no, que pone Cullera. La verdad es que se ha hecho largo y entramos sin que nadie nos pare ni nos pregunte. Y claro, nos metemos hasta la cocina, hasta detenernos en uno de esos lugares de aparcamiento con el que no se puede ni soñar en estas fechas.
La soledad
Ha valido la pena: la visión es espectacular. La playa de Cullera (Valencia), son sus palmeras y su agua clara parece Bora-Bora. Puede sonar a parodia, como tantas bromas de Twitter que celebran los paisajes de paraísos naturales como si se tratara del centro de Barakaldo o de Vallecas, pero es la estricta realidad que ven nuestros ojos. La playa dorada y la quietud del mar nos recompensan. Sería fácil escribir que el problema son las personas, que lo estropean todo. Está claro que la visión nos resulta hermosa porque no hay nadie, porque el silencio y la soledad, a los que no estamos acostumbrados, nos abruman. Sin embargo, durante esta emergencia sanitaria ha habido otras soledades crueles, inmensas, terribles. Las del personal sanitario, las de los enfermos y las de muchos sanos también. Y seguirá habiéndolas: los vacíos que va a dejar la pandemia no podrán llenarse. La nueva normalidad no será suficiente, y cuando la llamemos simplemente normalidad o no la llamemos, seguiremos sintiendo las ausencias enormes que nos dejan estos cincuenta días. En este extraño país de calles vacías, bares cerrados y embalses llenos solo hay lugar para una onmímoda soledad. Al menos de momento.
A Cullera también se la traga ese agujero negro. El de la oscuridad que sumerge los bares y comercios de la localidad, que parece haberse enfrentado al apocalipsis. Al fondo, en la arena, una madre y su hija juegan en la orilla, ajenas a todo, especialmente a nosotros. La niña corre como una loca, sin límites a sus fantasías. Su madre mira al fondo azul del mar y del cielo. «Estamos atrapadas aquí. No nos podemos mover y la verdad es que preferiríamos irnos a casa, porque esto está desierto», explica mientras la pequeña se nos acerca y nos da miedo tener con ella la menor interacción. Tampoco ellas parecen estar disfrutando de ese momento perfecto. Para distraerla, les pedimos permiso para hacer una fotografía. La verdad es que este viaje ha resultado ser lo contrario a lo esperado. Pensábamos que sería apetecible librarnos de la agonía de la ciudad y que nos sacudiríamos la melancolía. Al final solo hemos conseguido sentirla multiplicada.
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