Pablo tiene diez años, enfermó hace dos y está a la espera de recibir cinco órganos. Tras el rechazo de un primer trasplante, ha vuelto a la lista de espera / Fotos: Alberto R. Roldán

Pablo vive a la espera de cinco órganos y Adri le enseña que los milagros ocurren

Deben ser de un mismo donante, de su edad y peso. La operación, de 14 horas, es la única opción de Pablo. Adri sobrevivió a un trasplante multivisceral de seis órganos. Ahora da fuerzas a los que pasan por lo que él ya superó

Pablo tiene el corazón de un roble y la fuerza de un huracán. Desde que nació, ha sido capaz de superar cualquier traba que se ha encontrado en su camino, así como de afrontar con esperanza su futuro más cercano. Tiene diez años, enfermó hace dos y está a la espera de que le trasplanten cinco órganos. Y aún así, cada vez que se pasea en su silla de ruedas por el hospital, enseña que hay que amar la vida con toda la pasión del mundo, porque ésta es tan efímera que a veces se nos olvida hacerlo.

Por eso, presume de ella, la acoge bajo sus brazos y la comparte con su familia. Ese es el mayor regalo que le pueden hacer a una madre. La suya, lo sabe de sobra. «Si él es feliz, yo lo soy aún más», relata Vanesa, mientras acomoda a su hijo en una de las habitaciones infantiles de La Paz, en Madrid. Le mira con orgullo, con tranquilidad. Observa cada uno de sus gestos y los retiene en su memoria. Para ella, el tiempo corre de otra manera desde que comenzó su lucha: a su hijo le diagnosticaron una gastroenteritis que acabó en un shock multiorgánico provocado por falta de sangre. Ningún médico sabía lo que tenía y muy pocos daban alguna esperanza por él.

Entonces, esta familia de Jaén agarró algo de ropa, reunió el valor suficiente y se lanzó a la carretera. Una de las enfermeras que cuidaba de Pablo les recomendó ir a la capital, donde hay más casos como el suyo. «Cuando nos dijeron que nunca antes habían visto algo así se nos cayó el mundo encima; pero al llegar a Madrid conocimos a muchos niños diferentes y eso nos permitió ver algo de luz al final del túnel», recuerda esta madre. Allí, le hablaron de los trasplantes multiviscerales.

Estos tienen lugar tras un fallo intestinal producido como consecuencia de malformaciones congénitas, enfermedades metabólicas o trastornos de absorción, entre otros. La operación dura 14 horas y el número de órganos varia según el paciente. Pablo, por ejemplo, necesita cinco y todos tienen que proceder del mismo donante, que además debe contar con unas características físicas similares. Mientras tanto, sobrevive con un tratamiento alternativo: la alimentación por vía intravenosa. Lo que ocurre es que la tasa de mortalidad infantil en España es muy baja y los riesgos muy altos. «Se hace en bloque para evitar rechazos», explica Vanesa. Algo por lo que su hijo también ha pasado. «La primera vez que nos llamaron, el injerto no llegó bien; la segunda, tuvimos la mala suerte de que no lo toleró». Esto ocurrió el pasado abril y, desde entonces, esperan de nuevo una llamada. «Seguimos al pie del cañón, por supuesto», añade con ojos vidriosos.

Durante los próximos días, Pablo estará ingresado por un virus, pero lo normal es que haga su rutina en casa con sus hermanos y sus padres. «Nunca antes nos habíamos separado. Todo ocurrió muy rápido. Nos ha cambiado la vida radicalmente», continúa. Contiene la respiración, habla de su familia como quien lo hace de un tesoro. «Todos estamos pendientes de él, cada uno echa una mano en lo que puede». Al finalizar el antibiótico, regresarán con ellos: «Es un proceso muy lento. Cuando piensas que se acaba el tiempo, recibes la ansiada llamada». Mientras llega, encaran sus días con tanto tesón como nervios a flor de piel.

24 horas de dedicación

Vanesa trabajaba en el campo, pero desde que su hijo enfermó se dedica a sus necesidades las 24 horas. «Nunca descansas. Vives pendiente de él y del teléfono móvil. Como ya hemos pasado por un primer trasplante, sabemos todo lo que nos quedar por revivir». Por desgracia, no existe un manual de instrucciones que ayude a los padres que tienen a sus hijos peleando entre la vida y la muerte. No hay serenidad ni consuelo. Durante la terrible espera, todo cuesta más: saben que la mortalidad en esta lista es superior al 20 por ciento, pero también que la garra de Pablo puede con todo, incluso con las meras estadísticas. La mascarilla de superhéroe que le protege de cualquier contagio le hace de escudo y le empodera.

«Hay que tener en cuenta que el trasplante siempre es la última alternativa que manejamos», sostiene Esther Ramos, jefe de sección de Rehabilitación y Trasplante Intestinal Infantil del Hospital La Paz, el único de España habilitado para realizar estas operaciones en niños. En adultos, en cambio, es el Hospital 12 de Octubre. «Les recibimos en una fase de fracaso intestinal. Esto significa que su tubo digestivo no funciona del modo que les permita estar vivos, crecer o utilizarlo con normalidad». Como el caso de Pablo o el de otros tantos niños que hoy acogen las plantas de este centro médico. Suelen ser ingresos prolongados, lo que les permite conocerse y apoyarse entre sí. Sus familias hablan y se reconfortan con los avances de unos y otros. Cada paso es un triunfo de todos. Y eso resulta fundamental para que los facultativos conozcan la percepción que tienen de la enfermedad. «Algunos ven el trasplante como algo muy negativo y otros como la solución a sus males, pero cada uno lo vive con su particular frustración». Al año, entre cuatro y seis familias se enfrentan al mismo dolor y dudas que Vanesa y su hijo: «Nada más entran en lista de espera, parece que se activa una cuenta atrás que puede durar desde 24 horas a tres años». El tiempo medio de espera, ahora, es de un año.

En mitad de esa vorágine de sentimientos, la asociación Nupa se encarga de aplacar los desánimos con cariño, de orientar psicológicamente a familias desubicadas y de prestar un servicio de acogida para aquéllas que tienen que pasar largas temporadas desplazas desde su lugar de origen, con el fin de someterse a tratamientos médicos. El equipo dirigido por Alba R. Santos está siempre atento de la aparición de nuevos casos.

El corazón encogido

«Ellos nos enseñaron que un niño trasplantado es un niño normal», explica Bea, madre de Adrián. Nada más nacer su hijo, su intestino comenzó a girar sobre sí mismo, sin posibilidad de rehabilitación. Eso les obligó a plantearse el trasplante. «No ayudaron con los ingresos, nos dieron ayuda emocional, nos informaron de las leyes...», recuerda. Estuvieron cuatro meses en el hospital porque el pequeño no tenía las condiciones adecuadas para hacer frente a una intervención tan larga. Una vez entró en la lista de espera, tardaron once meses en llamarles. «Cuando lo hacen, eres muy feliz porque sabes que va a ser algo bueno para él, pero también hay que asumir que esos órganos proceden de la desgracia de otra familia». Por eso, desde Nupa insisten en que el hecho de recibirlos no significa desear ningún mal a nadie, sino animar a que donen. «A veces, piensas: ¿Por qué el azar es tan puñetero? ¿Por qué nos ha tenido que pasar a nosotros? No eres consciente de que sin intestino no puedes vivir hasta que te pasa».

A él, le trasplantaron el estómago, el hígado, el páncreas, el intestino delgado, el duodeno y el intestino grueso. Entró de madrugada en el quirófano, sus vísceras llegaron poco después de las cinco de la mañana y salió dormido al medio día. «Como tienen un riesgo de muerte tan inminente, vives con el corazón encogido», recuerda. Pero la realidad es que Adrián ha evolucionado bien, no ha vuelto a estar ingresado y hoy corretea por los pasillos del hospital dando ánimos a quienes están hoy pasando por lo mismo que él vivió. «Nunca tiras la toalla, pero cuesta tirar para adelante». Por eso, tanto Bea como su hijo son un referente para familias como las de Pablo y Vanesa, que hoy viven con el miedo agarrado en las entrañas.

Adrián tiene cinco años. Aprendió a andar con el palo de un gotero y le encanta la escalada, la música y el baile. Sigue tomando la medicación para evitar el rechazo y ha desarrollado alguna que otra alergia alimentaria. Eso le ha impedido comer en varios cumpleaños de sus amigos, pero nunca ha acabado con sus ganas de ser feliz. Y, lo más importante, de hacérselo saber a los demás.

En el colegio, por ejemplo, sus compañeros le han recibido como uno más. El primer día les explicó lo que le pasaba, el motivo por el que necesitaba la mascarilla y todo aquello que le gustaría aprender con ellos. «Nos asustaba mucho volver a la rutina: él llevaba un catéter y necesitaba nutrición parenteral. Te vuelves un experto y conviertes tu cocina en una mini consulta», sonríe Bea, mientras ve a su hijo jugar en la calle. «Hace unos años, esto era impensable para nosotros. Ahora, poco a poco, vamos retomando la normalidad». Verle así le reconforta tanto como a Vanesa, que ha encontrado en él un rayo de luz mientra espera los nuevos órganos de Pablo.