Pandemia

La jungla de las mascarillas: irregularidades y comisiones indecentes

La indecisión del Gobierno en las primeras fases de pandemia condenó a España a acudir en condiciones precarias al mercado

Las mascarillas, la primera barrera contra el SARS
Las mascarillas, la primera barrera contra el SARSSandra R. PovedaSandra R. Poveda

El jueves pasado el Tribunal de Cuentas daba a conocer que uno de cada cuatro contratos de emergencia suscritos en 2020 por el Ministerio de Sanidad ante la aparición de la pandemia de la covid mostraban irregularidades. Ayer, la coordinadora de Presupuestos del Ayuntamiento de Madrid, Elena Collado, asumió toda la responsabilidad en la gestión de los contratos que negoció con Alberto Luceño para proveer de material sanitario a la ciudad de Madrid, y que han salido a la luz por las enormes comisiones que conllevaron.

¿Por qué ha pasado todo esto y más? Ante aquellas semanas de marzo de 2020 el mundo no era como estábamos acostumbrados a que fuera. Adquirir material sanitario ya no consistía solo en realizar una oferta pública, cotejar presupuestos y emitir pliegos de condiciones. Miles de agentes en todo el planeta habían empezado a acudir con urgencia al mercado más saturado de la historia reciente. El estrés en la oferta y la demanda, la incertidumbre sobre el futuro de la pandemia, las diferencias de regulación y criterio y la dependencia de los productores asiáticos habían convertido el mercado de las mascarillas y test en una jungla. Era el caldo de cultivo perfecto para el arribismo, la picaresca, el fraude, el error, la política de la vista gorda. En España, la legislación en pleno Estado de Alarma convertía el acto de acopiar material de protección en una aventura casi improvisada. En todas las administraciones, desde los ayuntamientos a las comunidades autónomas y el propio gobierno de la Nación. Nadie se salva. ¿Es esa realidad caótica excusa para justificar los presuntos errores, y faltas de diligencia cuando no directamente connivencia en el fraude cometidos? Es bueno recordar aquellos meses de loca carrera por la mascarilla en el mundo. Se mire por donde se mire, España acudió a la compra de material sanitario con una desventaja frente a otros países del entorno. Fuimos tarde.

El 3 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud emitió un comunicado en el que advertía de que ya se estaba produciendo un grave colapso en los stocks de material de protección contra la covid. La institución constataba que estaba a punto de no poder abastecerse la demanda de mascarillas a nivel global por culpa de las peticiones crecientes y la compra compulsiva que algunas naciones. «Los suministros pueden tener retrasos de meses», aseguraba la OMS al tiempo que solicitaba a los gobiernos iniciar acciones para incentivar la producción.

En ese mismo momento, España aún se debatía sobre la necesidad misma de llevar protección facial para la población general. Más bien, el Gobierno quitaba hierro al asunto y reiteraba que las mascarillas no eran necesarias. El 25 de febrero, Fernando Simón aconsejaba ante la prensa «no caer en alarmismos» y afirmaba que no tenían «ningún sentido» hacer acopio de mascarillas.

Durante todo marzo, el Gobierno recomendaba no utilizarlas para la población sana. El 9 de abril la ministra María José Montero hablaba de que «sería especular» decir a la población si debe usar o no esta protección. No fue hasta bien entrado mayo cuando se hizo oficial la obligatoriedad de llevar el método de seguridad para todos los ciudadanos, meses después de que los primeros países empezaran a inundar el mercado de peticiones e inflaran la burbuja de material sanitario.

El mundo llevaba semanas agotando mascarillas. Cuando el producto se hizo imprescindible en España, acudimos al mercado en condiciones muy precarias, condenados a buscar entre proveedores de cualquier laña y a pagar más por menos y peor.

Un informe de la OCDE de mayo de 2020 ya había radiografiado entonces la gravedad de la situación. Se había revelado que ningún país por sí solo es capaz de satisfacer su propia demanda de mascarillas y que por lo tanto el comercio internacional del material se había vuelto imprescindible. Pero muchos países aprobaron leyes de control de las exportaciones para limitar la fuga de materiales. El precio de las materias primas se incrementó sin control y las naciones más poderosas y rápidas coparon las primeras fases de la producción.

Aunque una mascarilla es un producto sencillo, su fabricación depende de factores que son muy sensibles a los vaivenes del mercado. La capacidad de filtrado de estos artefactos reside en la estructura de capas de la que están compuestos. El material más utilizado para su interior es un derivado del petróleo: el polipropileno. Durante algunas fases de la pandemia, el precio del polipropileno llegó a aumentar un 58 por 100.

En circunstancias normales, la fabricación de mascarillas no debe generar grandes problemas. En la cadena de valor del producto aparecen los materiales básicos como el polipropileno y tejidos varios, los plásticos o metales para los ajustes de la nariz y las gomas de sujeción. Todos son materiales de fácil obtención. Una producción de 200 mascarillas a la hora no requiere demasiada inversión en personal especializado ni maquinaria. Pero las grandes fábricas asiáticas –sobre todo de China y Taiwán– emplean maquinaria de alta precisión, costuras láser y centenares de empleados para producir en esas fechas, según la OCDE cerca de 20 millones de mascarillas al día solo en China. Solo para equipar al personal sanitario y de riesgo en el mundo eran necesarias 240 millones de mascarillas diarias.

La crisis se veía venir. China fue la primera nación que introdujo prohibiciones a la exportación de cubre bocas el 24 de enero de 2020. Le siguió India una semana después, Turquía y Kazajstán a mediados de febrero… En la primera semana de marzo decanas de países habían limitado la fuga de este producto a terceros. Mientras medio mundo se pertrechaba, España seguía dudando de la necesidad de llevar protección en la calle. El 15 de marzo la UE decidió no prohibir la exportación, pero recomendaba asegurar el suministro interior antes de vender al exterior. El trasporte también se vio afectado. La urgencia de la demanda obligó a sustituir la tradicional entrega marítima por envíos en avión, lo que encareció la compra para los que llegaron más tarde.

Así las cosas, cuando España se decidió por fin a comprar masivamente, los agentes encargados de encontrar suministros tuvieron que lidiar con el peor de los escenarios. La Fundación Ciudadana Civio ha publicado un dosier que recoge la evolución de los precios de protectores contra la covid a los que las administraciones de nuestro país tuvieron que enfrentarse. El 4 de febrero de 2020 el Área de Salud de Tenerife adquirió 1.004 mascarillas FFP2 a 1,40 euros cada una. El 11 de febrero, el Servicio cántabro de Salud las encontró a 80 céntimos. Cuando el Ministerio de Sanidad empleó por primera vez la contratación de emergencia, el 10 de marzo, el precio ya era de 2 euros la unidad. Y en algunas ciudades como Mérida el Ayuntamiento llegó a pagar 5 euros.

La empresa Barna Import, la tercera más favorecida por los contratos de emergencia según Civio, vendió a entre 4 y 5 euros dependiendo del comprador. El 9 de abril, la Autoridad Portuaria de Valencia llegó a pagar 8 euros por cada FFP2.

En noviembre de 2020 el Ministerio de Sanidad firmó un gran acuerdo marco para seleccionar conjuntamente una serie de proveedores. Uno de ellos hizo una oferta para vender sus máscaras a 25 céntimos la unidad. El precio más bajo logrado hasta entonces.

Si nuestras autoridades hubieran reaccionado antes, es muy probable que este tipo de acuerdos hubieran podido mejorar la capacidad negociadora de los compradores españoles.

Lo cierto es que el Ministerio de Sanidad y algunos de sus expertos se empeñaron durante demasiado tiempo en detener la compra compulsiva y desdeñar la necesidad de aprovisionamiento durante semanas críticas en los que productores, intermediarios, arribistas y piratas empezaban a afilar sus cuchillos.