Opìnión
Lo que la lotería nos da y nos quita
Este es un país hipotenso. Necesita del subidón de la lotería, esa anfetamina de euros, que actúa como el sorbo de Coca Cola o el chorrito de ron en el café de la mañana, para ajustar esa presión arterial que suele ser el estado de ánimo a la inhóspita realidad que nos circunda. La radiografía de la lotería es también, de alguna manera, la radiografía de los anhelos de los españoles en particular y de todo el mundo en general. El hombre es un ser que sobrevive con alimentos, pero que en realidad vive de sus esperanzas. Lo que nos separa de la naturaleza no es el bipedismo, por mucho que repitan los antropólogos y otros hechiceros de la ciencia, sino este enraizamiento atávico que nos impide reconciliarnos con lo que tenemos y nos rodea. Se ve que nos han perseguido tantos leones en las junglas de nuestros ancestros que nos cuesta asumir que podamos descansar en paz sin sentir ninguna clase de amenaza. En los tiempos de la felicidad nos queda una especie de melancolía del peligro y de la amenaza que, con una involuntaria inmediatez, nos arroja en manos de la insatisfacción y la taciturnidad. Entonces nos volvemos en unos rebeldes de nosotros mismos, de la comodidad inmediata, y enseguida corremos a hacernos unos jipis, cualquier jipi, desde aquellos que prendían fogatas en las playas de California hasta los anarcosindicalistas de antes, que también lo eran, para protestar contra el sofá, porque su confortabilidad nos resulta de una irritante complacencia. Cuando las cosas vienen crudas y mal armadas, solemos descender por una cuesta de distintos peraltes, marcada por la queja, la protesta y el lamento, porque apenas soportamos que todavía estemos en las mismas coordinadas de hace siglos, remachando goteras existenciales; capeando vendavales de carestías y sufrimientos.
La lotería ocupa en este espacio el lugar que antes les correspondía a los mundos felices esbozados por Huxley y otros tantos profetas de lo literario y lo político. La humanidad ha estado redondeando utopías desde las infancias de su propia inteligencia con la pretensión de levantar una arquitectura social que nos enlevite de dichas y nos sacuda de las escorias que dejan la desdicha y la congoja; que nos hicieran soñar con un mundo con menos injusticias y esclavitudes, aunque me atrevería a anticipar que ni ahí nos desenvolveríamos con satisfacción o cierta complacencia. Se ve que somos una criatura de latitudes insólitas, que solo es feliz en la desafección.
La lotería es la última quimera de una sociedad industrial y capitalista. Algo que promete devolvernos los reinos perdidos, aunque no tengamos demasiado claro cuáles son. El antagonismo empleado con el comunismo nos hizo creer que alcanzaríamos mejores plazas de convivencia, pero cuando se ha caído el muro, el de Berlín, por supuesto, nos encontramos que el neoliberalismo solo encuentra resuello en decaparnos los menudos logros alcanzados. Ahora el cielo, cristiano, ortodoxo o el que sea, es sellar el agujero del techo, en tener el tirón de una paga extra, un ingreso imprevisto derivado de alguna chapuza, para que lo del gas o la electricidad no venga a arruinarnos nuestros ahorros de cristal. La lotería antes nos proporcionaba cierto carburante emocional que nos catapultaba a pensar en legendarios reinicios, en vidas nuevas desprovistos del dogal de las obligaciones y las tareas, que nos reiniciara en otra existencia, que es un mito que nos ronda por los meandros de la testa desde Walden y por ahí. La cosa se ha puesto tan cruda desde 2008 que hemos confundido el paraíso con 20.000 euros para atajar los recibos atrasados de la hipoteca. Escucho/veo a los que han sido premiados y no leo en ellos cumplir con la vieja promesa universitaria y estudiantil de marcharse a los Mares del Sur, de independizarse de las sogas sociales. Lo que me llega es el día a día de la peña, de gente que quiere vivir sin intranquilidades en lugar de gente que ha decidido cambiar de registro. En cierta manera es lógico; en cierta manera es lo racional. ¿Qué esperábamos de la lotería? En este pragmatismo encontramos la verdadera dimensión de la lotería, sus propias circunscripciones. Nadie suelta el currelo que odia para volverse escritor, dedicarse a la robótica o dedicarse a enseñar surf. Ya nada da para esto. O, también puede ser, que uno se haya quedado en los imperios de los veinte años. Los ganadores tienen la felicidad de los que pueden desembarrancar sus navíos cotidianos de los atolladeros y comprobar hasta dónde da la cuerda de toda esta pasta cruda, caída del cielo, de este maná estatal. Luego están los que escondían en su seno todo un tesoro de promesas con las que cumplir. Son los perdedores, esos a los que la suerte, esa maldita esquiva, siempre da la espalda. Estos que contemplarán en el espejo el reflejo de su propio rostro con desilusión, diciendo, «la próxima, sí». Me caen bien estos tipos. Los perseguidos por el infortunio. Siempre he sentido simpatía por ellos. Quizá, si uno lo mira bien, hasta se puede afirmar que han sido afortunados. Es verdad, troncos, no han recibido un duro. Innegable. ¿Ok? Pero, qué carajo, también es verdad que ellos podrán seguir pensando en lo que harían con todo ese tirón de pasta. Los ganadores ahora comprobarán hasta dónde llega tanta plata. Los demás podremos seguir soñando. ¿Y quién quiere una vida sin sueños?
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