Narcotráfico
«Aquí el 90% de la gente come del hachís»
El piloto de una «narcolancha» explica a LA RAZÓN cómo funciona el negocio de la droga en la zona de Campo de Gibraltar. Él cobra 20.000 euros por viaje, el puesto mejor pagado, pero hay muchos eslabones necesarios desde la producción al consumo del estupefaciente
El piloto de una «narcolancha» explica a LA RAZÓN cómo funciona el negocio de la droga en la zona de Campo de Gibraltar. Él cobra 20.000 euros por viaje, el puesto mejor pagado, pero hay muchos eslabones necesarios desde la producción al consumo del estupefaciente.
«El único que ha traído hachís aquí he sido yo desde hace 20 años y lo voy a seguir haciendo. Te lo digo así de claro. Soy bueno pilotando, tengo ese don, pero seis veces que lo he hecho, las seis me han cogido». El abuelo materno del pequeño Manuel, el niño fallecido el pasado lunes tras ser arrollado por una embarcación en la playa de Getares de Algeciras, reconoce abiertamente a LA RAZÓN que se ha dedicado toda la vida a introducir hachís en las costas gaditanas pero que ha pagado por ello, mientras que algunos llevan mucho tiempo enriqueciéndose y siguen impunes. «Llevo 20 años entrando y saliendo de la cárcel, hace diez días la última vez». El día del fatal accidente de su nieto, Juan apenas llevaba una semana fuera y habían ido a pasar el día a la playa. «Éste (el homicida de su nieto, ya en prisión) llevaba toda la tarde muy cerca de la playa pasando con la goma, para fardar delante de las chavalitas, y no sabía ni lo que tenía. Eso es un ferrari. Se puso a hacer el gilipollas y dio a la de mi yerno», recuerda. Su mujer, Alicia, abuela del niño, no levanta cabeza, al igual que la madre del chiquillo, Jessica. «Yo estaba tumbada en la playa y oí un golpe muy fuerte. Cuando me fui acercando y vi a mi yerno hacer así con los brazos, pidiendo socorro no me lo creía», dice. «Iban a ir a mariscar pero estaba el mar alto y cogieron el barco. En qué hora», dice ahora ante la mirada de su nieto media no, Michael, que está «rebelde» y no deja de preguntar por su hermano. La tristeza y los nervios a flor de piel en la vivienda familiar, una humilde casa de la calle Juan Ramón Jiménez del barrio de El Saladillo, son palpables. Juan entra y sale de casa inquieto y, aunque no quieren que el accidente se vincule al tema del narcotráfico, no para de hablar de cómo funciona el negocio del hachís en la zona y la cantidad de gente que hay implicada. Eso sí, recalca que él no es un narco sino un simple trabajador más de esta «empresa», para la que trabaja prácticamente todo el mundo. «Antes era yo sólo, fui el primero aquí y ahora mira (dice señalando a la calle), el 90 por ciento de los que viven aquí comen del hachís. Comen guardias civiles, comen policías, fiscales y algún que otro juez. Que no me vengan con tonterías ahora porque aquí los malos no somos nosotros». Juan está enfadado, fuera de sí. «¿Tú crees que me he hecho rico? Mira mi casa, mira el sofá que tenemos...aquí no hay lujos». «Yo siempre quise ser torero pero no tuve cojones. Aquí me pagaban 20.000 euros por viaje, ahora pagan a 30.000. Todo el mundo sabe cómo va eso: bajas allí, cargas, te dan aviso desde el peñón, desde la costa y pasas. A veces había que hacer parones y a lo mejor tenías que quedarte toda la noche a mitad de camino, rezagado, y esperar a que hubiera vía libre». Para abastecer estas esperas que a veces surgen de improvisto (porque hay guardias cerca o cualquier contratiempo de este tipo) acude apoyo logístico al lugar para llevarles comida y gasolina para mantener las gomas con combustible. Precisamente la embarcación que llevaba el homicida del pequeño Manuel había sido interceptada e iba cargada de garrafas de gasolina. Las había recogido sólo una hora antes del fatal suceso.
Pero los pilotos de planeadoras no son los únicos implicados. Como cualquier producto, el cannabis tiene una época óptima de recolección y a partir de su resina elaboran el hachís. Allí, en las zonas montañosas de El Rif, se extrae y se vende a un comprador que, para darle salida tiene que pagar primero un «impuesto» para salir de allí. En la embarcación, según fuentes expertas, van el piloto, otro de apoyo y un «notario», que lo pone el «comercial» de allí para asegurarse de que la mercancía llega. Si todo va en orden, cruzan los famosos 14 kilómetros que separan las dos costas en media hora, pero a veces pueden tirarse dos días agazapados. Les avisan por sistemas de comunicaciones si tienen que abortar misión, a menudo funcionarios policiales corrompidos. Si reculan a aguas marroquíes, las autoridades españolas ya no pueden hacer nada. Pero el momento de mayor adrenalina para estos «empleados» es cuando llegan a la costa. En la playa ya están preparadas las «collas», grupos de unas 20 personas que se encargan de descargar el alijo en pocos minutos. Lo cargan en Land Cruiser (robados desde todos puntos de España) porque son los de mejor tracción en arena de playa. Antes va un coche lanzadera y detrás el todoterreno que no para ante nada (se han llevado por delante coches policiales). Van directos al barrio de El Zabal, lleno de «guarderías». Así llaman a las casas y naves donde guardan los fardos de hachís (30 kilos cada uno). Allí dejan la mercancía «dormida» hasta que, cuanto antes, llegue el distribuidor y la saque de la zona.
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