Programas espaciales
La sonda Chang'e 4 aterriza en el cráter más profundo del polo sur de la Luna
La sonda china Chang’e 4 aluniza con éxito
Cuando Julio Verne analizó con ironía los problemas que había que resolver para enviar un objeto a la Luna, jamás pensó que aquellos miembros del Gun-Club y aquel monstruoso cañón Columbiad hoy volverían a revolucionar la historia astronómica. Porque sí, aunque predijese en «De la Tierra a la Luna» (1865) lo que sucedería en la misión del Apolo 11 que la Nasa lideró un siglo más tarde, no ha sido hasta ayer cuando se ha conseguido pisar la cara oculta del satélite terrestre. En esta ocasión, China ha logrado desmarcarse con este ambicioso proyecto. Y todo con el fin de descubrir por primera vez qué hay en el lado que nunca vemos desde la Tierra.
La ambición de la segunda economía mundial de liderar la carrera espacial alcanzó su clímax cuando la sonda Chang’e 4 alunizó este remoto espacio. Lo hizo 26 días después de que fuese lanzada desde el centro de Xichang y entrase en órbita cuatro jornadas más tarde. Gracias al impulso de un cohete de Larga Marcha 3B, a las 10:26 (hora de Pekín), consiguió posarse en las inmediaciones de su cráter más viejo y profundo, Von Karma, situado en el polo sur del cuerpo celeste. Según palabras de la Administración Nacional del Espacio de China (Anec), este avance «abre un nuevo capítulo en la exploración humana de la Luna». Sin embargo, el diario «Global Times» va más allá y lo califica de «un gran hito de la exploración humana del universo».
La misión realizará tareas de observación astronómica de radio de baja frecuencia, análisis de terreno y relieve, detección de composición mineral y estructura de la superficie lunar poco profunda, así como la medición de la radiación de neutrones y atómos naturales para estudiar el medio ambiente en esta zona del satélite. Para ello, transporta un pequeño vehículo que recorrerá el terreno para grabar, documentar y definir la geología extraterrestre. Pero de todas estas pruebas, quizá, la más intrigante es la biológica: a través de un artefacto mecanizado pretenden cultivar semillas vegetales que quedarán depositadas en un contenedor sellado, un experimento avalado por 28 universidades chinas y que podría abrir la veda al nacimiento de los primeros seres vivos en la Luna.
El pasado mayo, el gigante asiático lanzó un satélite de retransmisión, conocido como Queqiao, que permitiría establecer un enlace de información entre Chang’e 4 y los ingenieros, pues la conexión directa resulta imposible. Gracias a él, ayer ya se recibieron las primeras imágenes de esa cara desconocida: primero, el entorno de la nave en una de las patas de su tren de aterrizaje y, segundo, un cráter del sector en el que aterrizó. Una en blanco y negro, otra a color. Lo que demuestra que el calificativo de «lado oscuro de la Luna» es erróneo, pues recibe tanta luz solar como el que se encuentra orientado hacia la Tierra. Entonces, ¿cual es el origen de este misterioso seudónimo? Astrofísicos de la Universidad de Penn State (Estados Unidos) dieron con la solución. Según publicaron en la revista «Astrophysical Journal Letters», el ángulo visible está repleto de cráteres, montañas y grandes planicies de basalto, conocidas como «marías», que el opuesto no tiene.
La clave está en el momento de formación del cuerpo celeste menor: hubo una diferencia de temperatura entre los dos parajes que se prolongó en el tiempo, lo que explica que uno tenga un mayor grosor que el otro y que, por tanto, presente un relieve más pronunciado.
Este «viaje», bautizado así por una leyenda asiática, está compuesto de tres etapas: rotación (Chang’e 1 y Chang’e 2), alunizaje (Chang’e 3 y Chang’e 4) y retorno (Chang’e 5 y Chang’e 6). La fase actual permite estudiar en profundidad el cráter situado en la Cuenca de Aitken, formado durante una colisión gigantesca cuando el satélite aún era muy joven. En él, podría encontrarse material que aporte nuevos datos sobre la formación del mismo. Aunque esto es tan solo la punta del iceberg de un proyecto que pretende liderar una nueva misión tripulada a la Luna. De momento no hay una fecha clara, aunque algunos expertos ya la sitúan en 2036. Tan solo 171 años después de la que relató Verne.
Una carrera más que espacial
Este progreso no solo constituye una revolución científica, sino también un golpe sobre la mesa a nivel geopolítico. Se trata de la reivindicación de China en la carrera cósmica, por delante de potencias como Rusia y Estados Unidos. El gigante oriental ya colocó su primera nave en la Luna en 2013, uniéndose así a los dos únicos países que hasta entonces lo habían conseguido.
El país gobernado por Xi Jinping se puso en 2018 al frente de la clasificación mundial de lanzamientos, con 37 misiones orbitales sobre un total de 112. Sus exploraciones lunares se iniciaron en octubre de 2007, con el estreno de la sonda Chang’e 1, y adquirieron una gran resonancia tras el alunizaje del pequeño robot «Yuzu», que permaneció activo durante 31 meses en el lado visible del satélite. Por su parte, Estados Unidos lanzó 31 cohetes; Rusia, 16; la Agencia Espacial Europea, 11; India, 7; y Japón, 6. Así, mientras unos territorios están reduciendo sus programas astronómicos, China tiene grandes pretensiones en este área –su presupuesto ha crecido a un ritmo de casi el 10% anual en la última década, hasta alcanzar los 2.000 millones de dólares–, entre las que aparecen tener lista su propia estación espacial en 2022, aterrizar con un rover en Marte en 2020 y enviar una misión a Júpiter en 2029.
Ante esta reivindicación, la respuesta de Estados Unidos no se hizo esperar: «Para defendernos, no basta con tener presencia en el espacio, debemos tener el dominio», aseguró Donald Trump, al mismo tiempo que ordenaba la creación de una Fuerza Espacial como sexta rama de las Fuerzas Armadas estadounidenses. «No queremos que China y Rusia y otros países nos lleven la delantera. Esta vez, haremos más que plantar nuestra bandera y dejar nuestras huellas. Estableceremos una presencia a largo plazo y construiremos las bases para la futura misión a Marte». Habrá que comprobar si su proyecto, finalmente, toma forma y no se queda en papel mojado. Como el que imaginó Verne, cuyo proyectil no llegó a su destino, sino que se convirtió en satélite de la propia Luna.
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