Violencia de género
En el laboratorio anti-maltrato
Visitamos Aquila, el instituto madrileño donde realizan un programa experimental y pionero en toda España dirigido a menores de entre 14 y 16 años
Visitamos Aquila, el instituto madrileño donde realizan un programa experimental y pionero en toda España dirigido a menores de entre 14 y 16 años. Allí fusionan recursos escénicos y terapéuticos para fomentar la igualdad en las relaciones de pareja entre alumnos de secundaria.
A Agustín le saca de quicio la hiperactividad del móvil de Ana, su novia. Le enerva no saber qué contienen esos mensajes que tanto la hacen reír o quién se los envía. Su ira crece hasta que, fuera de sí, le arrebata el dispositivo y lo estampa contra la pared. Cuando tiene el brazo en alto, en claro ademán de golpearla, una voz interrumpe desde bambalinas. «¡Para!» Afortunadamente, Agustín Saisán y Ana Viguera son dos actores de la compañía Teatro Que Cura y quien detiene la escena es Susana Martín, su directora y fundadora. Estamos en Aquila, un colegio concertado de la localidad madrileña de Parla que ha iniciado un programa piloto de prevención de violencia de género con sus alumnos de 14 a 16 años, estudiantes de secundaria. La iniciativa, impulsada por el Ayuntamiento desde la Concejalía de Igualdad en siete centros, fusiona recursos escénicos y terapéuticos para difundir valores de igualdad y respeto en las relaciones de pareja. Durante la actuación, en un imaginario patio de butacas, Eva Díaz, psicopedagoga y orientadora de secundaria de este centro, observa a una alumna de apenas 15 años que tiembla. «En un año ha pasado de ser una niña alegre y con firmeza a una mujer frágil con baja autoestima que teme y calla. Hoy, el grito silencioso de la actriz la ha hecho reaccionar y siente que se desploma. Sospecho que ha tocado fondo», explica. La niña –llamémosla María, nos pide ocultar su identidad real– podría ser como esa rana que nadaba dentro de una cazuela llena de agua calentándose a fuego lento. Con el calor aún tibio, la sensación era agradable. «El maltratador –explica la directora teatral– es para ella esa persona fuerte, protectora, que resuelve y decide por ella. A cambio, se siente protegida. Sin apenas darse cuenta, ha creado una relación dependiente emocionalmente». ¿Por qué no seguir nadando? La temperatura va subiendo, pero se tolera. La rana experimenta una mezcla de fatiga y modorra que le impide rebelarse. Igual que en la fábula escrita por el filósofo Olivier Clerc, María se ha vuelto complaciente, dócil, pasiva, sin fuerza para recriminar nada y sin ser consciente de que se ha anclado en una relación tóxica. Es una víctima más. Cuando Susana para la escena, no ha habido aún contacto físico entre los protagonistas, pero sí indicios de agresión. «¿Os dais cuenta de que puede empezar mucho antes?», advierte a los alumnos. En silencio, la adolescente se reconoce en esa situación. Ni por asomo se le habría ocurrido antes llamarlo violencia de género. Llega un momento en que el agua empieza a hervir. Abatida, la rana se ve ya sin fuerza para escapar de la cazuela. Aguanta aún más. «En algún momento se tendrá que enfriar», piensa. Pero la temperatura sigue subiendo y, esperando, la rana no ha realizado el mínimo esfuerzo por salir del puchero. Si se hubiese lanzado a él con agua a cincuenta grados, habría escapado de un brinco. «A fuego lento, las heridas pasan inadvertidas. No hay resistencia, ni rebeldía. La víctima se encuentra en esa zona de confort que le impide percibir los cambios que se están gestando en su vida sorteando miedos y dejándose arrastrar por la inercia de un amor mal entendido», indica Agustín, un actor acostumbrado a ponerse en la piel de estos jóvenes de los que va tomando sus guiones para hablar su mismo lenguaje.
Susana quiere que sus espectadores se tomen la libertad de cambiar las cosas y reconduzcan la situación que los actores escenifican. Les invita a hablar en primera persona. Es entonces cuando asoma esa lacra que descubren las encuestas y las estadísticas sobre violencia de género en la adolescencia. Desde sus primeros escarceos, asumen los celos, gritos, conductas machistas y control de sus redes sociales como parte de lo cotidiano en sus relaciones. Responden a esa idea de «tú me perteneces». Su lenguaje en estas charlas es sintomático: «¿Gritos? Pues claro, son nuestros más y nuestros menos». «Sí, ha habido algún insulto, es que es muy pasional». «Al final, nos apoyamos. Nos tenemos el uno al otro y no necesitamos más». «Lo está pasando mal en casa. Su actitud cambiará». Son frases que refuerzan la necesidad de este tipo de iniciativas en la población más joven. «La víctima –explica la directora teatral– sobreestima la posibilidad de que él cambie y va justificando la conducta de su agresor adaptándola a las expectativas que ella tiene en su relación afectiva. Es la consecuencia del amor mal entendido, del sueño idílico del príncipe azul». Antes de los morados que deja el maltrato físico, hay muchas señales –a veces sutiles– que hay que denunciar y reprobar. Es el objetivo de la parte psicoeducativa de este proyecto, una mesa redonda en la que, durante una hora, se exponen las secuencias vividas para profundizar en ellas y llevarlas a lo que estos jóvenes experimentan en la calle, aulas o lugares que frecuentan. «Resulta mucho más eficaz que una charla o un taller. Enseñar a identificar la agresión, a denunciar y a buscar ayuda es una responsabilidad que nos compete como educadores si queremos construir una sociedad más justa e igualitaria desde las aulas», añade la orientadora de Aquila. Durante la sesión, una palabra puede ser suficiente para que la víctima se rompa. En esta ocasión ha sido María. Entre sollozos, por fin arranca a hablar. La joven siente que ha llegado al límite y decide que no puede más. «¡Hasta aquí!». Confiesa que nunca se había atrevido a expresarse. Teme no saber estar sin el chico con el que sale, aun siendo consciente de que cuando necesita su ayuda la ignora por completo. No la valora y en más de una ocasión le ha hecho sentir una auténtica estúpida. Se siente culpable cuando se enfada por no acceder a sus propuestas sexuales. Entiende que deje de hablarla o que ponga malas caras, pero lo que más le duele son las humillaciones en público. Esto le ha llevado a aislarse y a esquivar a sus amigos.
Culpabilidad y error
Con ayuda de los componentes de Teatro Que Ayuda y guiados por Eva, el grupo empatiza con el desconsuelo y la indefensión de su compañera. Le facilita que saque esa fuerza que aún tiene y a abrir sus alas para darse una nueva oportunidad. «Encontrarse ahí no implica culpabilidad o error, simplemente confió en un camino equivocado y ahora las circunstancias le demuestran que no era el adecuado», precisa la orientadora. En cada charla emerge una situación similar a la de María, que ayuda a describir un maltrato y a darse cuenta de que hay que pedir ayuda profesional para salir de la dependencia. Según la psicopedagoga, es el momento de aplicar un plan de acción cuidadosamente diseñado en el colegio para intervenir con estrategias muy adaptadas a cada joven, según su edad, personalidad y otras circunstancias familiares o del entorno. «A menudo son patrones aprendidos en su círculo familiar y sociocultural que impiden relaciones de igualdad y respeto. En estas edades es cuando aún se pueden cambiar esas formas de comunicación que más adelante servirán para crear una relación de pareja saludable». Toca también atender al adolescente varón. Ver cómo ha llegado a esa percepción del amor y por qué se muestra impulsivo. «Muchas veces es puro desconocimiento, un mal aprendizaje, modelos erróneos. Y hay que enseñarle a gestionar su rabia, a controlar sus emociones, a medir su impulsividad, a dotarle de habilidades y recursos para construir sus relaciones y resolver conflictos desde la igualdad y el respeto, a quitarle complejos y prejuicios». Con el apoyo de las artes escénicas, el aula se convierte así en el mejor escenario para sentar esas bases del enamoramiento. Bien dice el psicólogo Walter Riso que debería haber lecciones obligadas en los colegios para aprender que el amor tiene sus límites, que ni es incondicional ni eterno. Que, si no te quieren bien, te tienes que ir antes de que se convierta en obsesión, método de control o en un obstáculo para el desarrollo como persona.
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