Lucas Haurie
Un fondista del asfa...
Un fondista del asfalto y de la existencia, un padre que ha corrido el maratón de Nueva York empujando el carro de uno de sus hijos, Pablo, que sufre el síndrome de West. «La palabra emoción se queda corta», asegura
Un fondista del asfalto y de la existencia, un padre que ha corrido el maratón de Nueva York empujando el carro de uno de sus hijos, Pablo, que sufre el síndrome de West. «La palabra emoción se queda corta», asegura.
José Manuel Roás Triviño (Sevilla, 1966) es un asiduo al maratón de Sevilla. Lástima que este año una lesión de su hijo Pablo interrumpiera dicha tradición. Una dupla inseparable e innegociable en la que tiene mucho que ver Dios, que es quien provee; también hubo una campaña que pretendió presentarlo como candidato al Premio Princesa de Asturias, reconocimiento que terminó recayendo en la selección nezoelandesa de rugby, los «All Blacks».
–Su historia está teniendo mucha repercusión.
–Me comentaron que incluso quisieron proponernos para ese galardón. Creí que era una broma. Luego me pidieron los datos para la nominación y vi que no, que iban en serio. Dudé, solo soy un padre que corre con su hijo, y decidí que no me opondría, pero que tampoco lo promovería.
–¡El Princesa de Asturias!
–A veces hablan de mí como de un héroe y me niego. No somos nadie. Solamente un padre y un hijo disfrutando. Soy una persona de fe y creo que Dios nos ha concedido a mi hijo Pablo, tan limitado, y a mí, tan pequeños los dos, esta relevancia pública. Únicamente puede ser una cosa divina.
–Y ahora es hasta famoso.
–Lo del Princesa de Asturias sumó 30.000 adhesiones en los primeros días. Una locura. Lo único que me preocupa es que empiece a dejar de ser quien soy. Con tanto elogio, uno tiene la tentación de creerse mejor. Ésa es mi guerra, intentar controlar la vanidad.
–Y todo empezó hace tres años en el maratón de Sevilla, carrera a la que no pudieron asistir en la última edición.
–Sí. Es una lástima. Nos hacía mucha ilusión. Si nos invitan al de Nueva York, se disfruta, pero en Sevilla es diferente. Viene gente conocida, amigos y compañeros; eso es un aliciente. Llegar al kilómetro 19, que pasa por delante de mi casa, y que esté la familia es lo máximo. Además, la gente ya sabe que corremos y resulta simpático. Nos hace sentirnos parte de la carrera.
–¿Qué pasó?
–Pablo se lastimó. Tiene un tratamiento de fisioterapia duro y muy doloroso, y se corre el riesgo de tirar demasiado. A veces pasa. Llevaba unos días mal y no fue posible. Se ha unido también que yo andaba tocado en el gemelo, pero lo de Pablo fue definitivo.
–Y sin él usted no corre.
–Sin él no me hallo. Correr con Pablo no tiene nada que ver con ninguna otra experiencia. Es compartir una actividad con tu hijo que nunca esperé poder haber compartido. Algo imposible se hizo realidad.
–Debe de ser emocionante.
–La palabra emoción se queda corta. Mire, yo suelo cantar cuando corremos. En muchos tramos paro y pienso en lo único que es todo eso. Es un deleite que podamos compartir esos momentos. Y, además, ves a tanta gente disfrutar con mi hijo... Como padre, se me hincha el pecho.
–También el de los demás participantes de las carreras, ¿no?
–¿Sabe? A veces la gente me pregunta que si puede ayudarme un tramo llevando a mi hijo y les digo que no, pues es mi privilegio. Sé que es algo egoísta, pero disfruto tanto haciéndolo, disfruto tanto con él durante la carrera... Reparte una alegría tan grande que no resulta fácil de asimilar.
–Es una relación especial la que tiene con su hijo.
–Como ser humano, no le llego a la suela del zapato. La ternura que me da cuando corre y me mira... Una sonrisa que es amor. Si Dios sonríe, me lo imagino con la sonrisa de Pablo. Sin esperar nada a cambio, es puro desprendimiento. Estamos viviendo tantas experiencias imposibles con él, la ternura que me da cuando corre y me mira o cuando me sonríe al acostarlo es indescriptible.
–¿Cómo empieza su afición a correr?
–Empecé con doce o trece años. Estrenaban «Rocky», la vi y de inmediato me fui a correr por la avenida Kansas City, que era donde vivía entonces. He corrido posteriormente en el parque de Miraflores, pero de modo esporádico. Ya más continuamente desde 1997. Mi hermano Pedro me propuso correr la Nocturna del Guadalquivir. Luego, en diciembre, encadené la media de Los Palacios y, luego, en febrero corrí el maratón de Sevilla. El mes de septiembre siguiente nació Pablo.
–¿Y cuándo lo hizo partícipe de su causa?
–Fue en torno a 2006. Una tarde en que nadie podía ocuparse de él, mi mujer me planteó que me lo llevara a correr conmigo. Y fuimos juntos. De pronto, me di cuenta de que empezaba a reírse, a manotear; le cantaba y él se reía. Fue brutal. Estuvimos más de una hora y lo pasamos en grande. Ese año me lo llevé a la Nocturna del Guadalquivir y lo pasó en grande, chillando y riendo. A partir de ahí ha sido casi una progresión geométrica.
–Acostumbrado como está a las carreras, ¿podemos caer en obsesionarnos con las metas?
–Creo que las metas son importantes, dan un sentido. Pero podemos perder de vista el camino, el día a día. Mi hijo Pablo me enseña la sencillez de la vida y su dolor nos ancla a la realidad. La vida no puede ser una alocada carrera. La meta es importante, pero también el camino. No son incompatibles.
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