Violencia de género

(Mal)vivir pendiente de un pitido

María José consiguió una orden de alejamiento de su marido maltratador: 500 metros. Él se fue a vivir a 600. Le pusieron el dispositivo Cometa, que la alertaba cada vez que se acercaba: «Pitaba hasta nueve veces en 24 horas».

Es una de las miles de mujeres que ha aguantado en silencio el desprecio y la violencia
Es una de las miles de mujeres que ha aguantado en silencio el desprecio y la violencialarazon

María José consiguió una orden de alejamiento de su marido maltratador: 500 metros. Él se fue a vivir a 600. Le pusieron el dispositivo Cometa, que la alertaba cada vez que se acercaba: «Pitaba hasta nueve veces en 24 horas».

Tiene los ojos claros, azul transparente, bonitos pero tristes, muy tristes. Su mirada cumple con el refrán, son el reflejo de su alma, de todo el sufrimiento que ha tenido que aguantar desde que pasó de niña a mujer. Lleva el maltrato grabado en ellos. Es una de las miles de mujeres que ha aguantado en silencio el desprecio y la violencia, hasta hoy. «Me he hartado de esconderme, de ocultar mi cara, quiero contar todo lo que he pasado para que otras mujeres no pasen por lo mismo que yo». Su familia la desalienta: «Como hables te mata», le dicen, pero ella ya se considera una superviviente, no una víctima. He aquí su historia.

María José se casó joven. Era lo que tocaba. No sabe si se casó enamorada, pero le quería. Hasta que empezó el maltrato psicológico, los insultos... No hubo violencia, «sólo celos excesivos», dice ella, sin percibir todavía el tipo de control que ejercen con ellos. Se separó y se quedó con la custodia de sus dos hijos, que hoy tienen 21 y 17 años. Esa ruptura la dejó tocada y empezó a salir por la noche, «fue así como conocí a mi nuevo agresor», reconoce. Fue hace once años, pero ella recuerda cada uno de los episodios violentos. Empezaron poco después de que empezaran a vivir juntos: «Al principio todo era muy bonito». En uno de ellos se sintió tan amenazada que cogió a los dos niños y se fue a una casa de acogida, pero ella todavía no se daba cuenta de que sufría violencia de género. «Me llamaba y yo lo cogía». Volvió con él, pero sin sus hijos. «Le habían contado a su padre lo que estaban viviendo y mi ex se quedó con su custodia». En ese momento ella se quedó embarazada y el problema se agravó. Empezaron las palizas. «Yo lo aguantaba todo, no tenía adónde ir».

Su vida giraba en torno a las necesidades de él, a «sus picos de agresividad. Podía estar muy tranquilo y, de repente, cambiar y empezar a tirarme cosas». Ahora, echando la vista atrás, se da cuenta de todos los momentos a los que ella no quiso dar importancia y en los que la iba, poco a poco, machacando. «En alguna ocasión, cuando estaba haciendo la comida entraba en la cocina y, sin mediar palabra, le daba un golpe a la sartén para que me saltara el aceite». Ella y su hijo no importaban. «El dinero que ganaba cuidando a ancianos me lo quitaba y no me dejaba nada para que comprara comida». Eran sus familiares los que la iban ayudando con lo que podían. Racionaba cada cazo de arroz y cada galleta. «Un día, cuando tenía la comida preparada para él y para mí –su hijo come en el colegio– subió con un amigo y me dijo que le sirviera otro plato a él». Ella tuvo que repartir las raciones y cuando vio que a «su invitado» le había puesto poco «me tiró el plato ardiendo encima. Me hizo recogerlo del suelo y no me dejó darme una ducha». Cualquiera que lee estas líneas puede evidenciar el maltrato pero, «el miedo te puede y prefieres no verlo». Fue ver el peligro que corrían sus hijos lo que la lanzó a denunciar.

«Mi niña vino un tiempo a vivir con nosotros. Empezaba a ser mujer y me di cuenta de que él la miraba mucho». María José también sufrió violencia sexual y temía por su hija. Y es que cada noche «me acostaba con mi hijo para evitar que me violara». El pequeño se dormía suplicando: «Me quiero ir de aquí, mamá». Una de esas noches, hace tres años, «pegó al niño por intentar defenderme y tiró toda la ropa de la chica al suelo del salón». Eran las tres de la mañana. Ella madrugó y le dijo a su hija que se fuera rápido al instituto. Ella obedeció. «Él me pidió un café solo. Esa mañana se había drogado. Tenía los ojos ensangrentados. Sabía que me iba a matar». Cogió a su hijo rápidamente y se fue a llevarle al colegio. En un agujero de la escalera la esperaba su hija. «Me estaba esperando, quería acompañarme a denunciar». Dejó a su hijo en clase y acudió a la Guardia Civil. Por miedo a que él la encontrara antes que los agentes a él, volvió a la escuela para avisar de que sólo ella debía recogerle. Se fue a casa de sus padres. Pasadas dos o tres horas recibió la llamada del Instituto Armado. Ya lo tenían en el calabozo. Ella respiró, por fin, y regresó a su casa. Pasó por un juicio rápido y le sentenciaron a ocho meses de cárcel, así como a una orden de alejamiento de 500 metros. Él se fue a vivir a 600. María José es una víctima de alto riesgo, según decretó la Guardia Civil, pero al entrar él en la cárcel, el peligro se redujo a bajo.

La prisión no le hizo olvidarse de ella. «Me mandaba cartas cada día. Como me dijo mi abogada, las denuncié todas». Algunas eran de presunto arrepentimiento. «Me pedía perdón, decía que nunca más iba a volver a ocurrir», pero en otras «seguía con sus amenazas». Le cayeron otros cuatro años más por infringir el alejamiento con esas misivas. Sin embargo, entre una sentencia y otra pasó un tiempo en la calle. «Fue cuando le pusieron la pulsera en el tobillo y a mí me dieron el dispositivo Cometa, que me alerta cada vez que se acerca». Cada día saltaba, y no una ni dos veces, «ha llegado a pitar hasta ocho y nueve veces en menos de 24 horas». Y cada vez que infringe la orden, el agente que se ocupa de su caso la llamaba para comprobar que ella estaba bien. Era tan atronador el sonido que «mi niño no quería que saliéramos de casa. Le daba vergüenza porque todo el mundo se gira a mirarte». Ahora sabe que esos acercamientos sólo buscaban una cosa: «Quería que viviera con miedo constante». Ella vive en una plaza, y con que pasara sin detenerse era suficiente, pero María José sabe que «es muy agresivo y no puede evitar su temor». A pesar de la multitud de veces que su aparato pitaba, «me decían que no podían detenerlo hasta que no intentara ponerse en contacto conmigo». Y, al final, lo hizo.

Entró en la cárcel el pasado mes de marzo por enviarle una serie de mensajes a través de Facebook. «Me decía, otra vez, lo mucho que me quería». Justo en esas mismas fechas también tenía que celebrarse un juicio sobre la custodia de mi hijo, pero los expertos que acudían al punto de encuentro dijeron claramente que él no estaba preparado para ver al niño, y me dieron la custodia completa. «Él no le llama papá. No le nombra». Ahora espera, con miedo, a que salga en marzo. «Y espero que me alarguen la orden de alejamiento. Cuando él salga se me acaba».