Reportaje

Miriam Rico: «Tengo esclerosis múltiple progresiva y dos síndromes raros, y aún así elijo vivir cada día»

Tenía 27 años cuando su vida se desplomó. Un hormigueo facial «sin importancia» fue el inicio de un calvario. Lleva una veintena de operaciones e innumerables ingresos. Pero fue a las Olimpiadas y ganó.

Miriam Martínez deportista paralímpica
Miriam Martínez deportista paralímpicaDavid JarLa Razón

Cuando supo que no volvería a ser la de siempre, que la enfermedad había llegado para quedarse y que su vida estaba en manos de otros, se fue a la montaña. Sola. Tenía la intención de acabar con todo. Adiós al dolor, a la impotencia, al miedo y a las dudas. Se sentía invisible, humillada, ninguneada. Perdida. «Pero al llegar a la cima, vi el valle donde había crecido, los caminos por los que montaba en bici. Y allí, respirando hondo, di el paso más valiente de mi vida: dar un paso atrás para poder avanzar. Recordé que quería vivir. Luchar».

Miriam Martínez (Ibi, 1990) nos habla del capítulo más negro de su historia. No el único, pero sí uno de ellos, cuando la primavera comienza a dejarse ver entre los árboles del Retiro de Madrid. Llega en su silla de ruedas, la que, pese a su resistencia, ha pasado a formar parte de su anatomía. No quería depender de ella. Comprenderlo, adaptarse y verse de esta guisa ha sido un largo camino que hoy nos relata.

«Ojo, que no quiero ser ninguna heroína ni referencia de nada. Solo busco transmitir optimismo a los que están como yo», nos dice esta joven alicantina que llegó a ser medalla de plata en las Olimpiadas de Tokio. Ahora, con su diagnóstico de esclerosis múltiple progresiva y otras dos enfermedades raras, es otra. Fuerte y segura. Dispuesta a beberse cada resquicio de vida.

Todo comenzó en junio de 2018, durante unas vacaciones en el Pirineo. Sintió un hormigueo persistente en el lado izquierdo de la cara, «pero lo achaqué a una muela, lo dejé pasar», relata. Por aquel entonces, Miriam tenía 27 años, trabajaba en una empresa de renombre en el ámbito de la construcción y su vida transcurría entre Castellón, Sevilla y Bilbao. Con el tiempo, el hormigueo se extendió a la pierna. Ella siempre minimizaba esas sensaciones.

«Era joven, ambiciosa, no podía permitirse parar. Mi ritmo de vida era imparable, 150% de exigencia, sin descanso de lunes a domingo. Venía de una familia con personas dependientes y yo, la pequeña, me había prometido no repetir errores ajenos. Quería demostrar que podía con todo».

Pero en noviembre de ese año, instalada en Bilbao, el hormigueo se propagó al brazo izquierdo y empezó a notar dificultades para hablar.

"¿He atropellado a alguien?"

«Fui a trabajar igual, pero cuando me di cuenta de que no podía comunicarme con el director de obra, supe que algo iba mal. Conduje sola al hospital. Perdí la conciencia al llegar. Cuando desperté, lo primero que pensé fue: “¿He atropellado a alguien?”. No recordaba nada del trayecto».

Lo que siguió fue un vía crucis médico. Inicialmente, detectaron daño cerebral. Más tarde apare-cieron úlceras y rigidez muscular, y se sumaron diagnósticos como síndrome de neuro-Behçet (una vasculitis multisistémica) y sín-drome de Stiff Person, una extraña condición autoinmune que produce rigidez y espasmos musculares. Durante años, el diagnóstico variaba, los especialistas discutían entre ellos.

«Un neurólogo, incluso, llegó a cuestionarme públicamente si me estaba inventando todo, delante de mis propios padres, ignorando los informes, resonancias y pruebas previas. Ya había sufrido un principio de ictus, daños cerebrales, pancarditis, y recibido tratamientos inmunosupresores. Fue devastador», rememora.

Tras una larga estancia en el hospital, llegó su gran apuesta. Quería competir en las olimpiadas. «Desde siempre, el deporte ha sido mi identidad, era mi vía de escape. Cuando estuve ingresada en la UCI, esa chispa de amor por el deporte fue lo que me mantuvo viva. Pocos creían en mí, pero era mi sueño. Mi familia (su padre fue atleta profesional) se volcó. Teníamos un objetivo común: aunque no pudiera correr, intentar al menos caminar. Aunque no pudiera caminar, mantenerme fuerte. El deporte dejó de ser solo rendimiento: se convirtió en resistencia, en esperanza, en unión familiar».

Aunque no podía tragar ni caminar bien (el diagnóstico definitivo de esclerosis múltiple progresiva, síndrome de Neuro-Behçet y síndrome de Stiff Person no llegó hasta el año pasado), volvió a entrenar, convirtiéndose así en «un acto de recuperación emocional y física».

En su caso, además, la esclerosis múltiple es muy agresiva. Cada brote le deja secuelas físicas, cognitivas y neurológicas. «He perdido control sobre mi vejiga, intestinos, visión y movilidad. Ya no puedo caminar sin ayuda, y la espasticidad muscular hace que mis músculos se contraigan sin control, incluso rompiendo tendones».

Llegó 2021 y compitió en los Juegos Paralímpicos de Tokio. «Gané una medalla. Pero volví a casa con una realidad mucho más dura: sondada, sin capacidad de orinar por mí misma, la visión debilitándose cada vez más. Ese año fue brutal. Me enfrenté a brotes constantes, infecciones, operaciones fallidas. Pasaba más tiempo en hospitales que en casa. Me operaron de la médula en febrero de 2022 y sufrí una fisura que me dejó postrada durante meses. Solo podía pestañear, no me podían levantar ni mover porque se escapaba líquido medular».

En estos siete años ha pasado por quirófano una veintena de veces y ya ha perdido la cuenta de los días de ingresos hospitalarios. «Me operaron de la médula tres veces, tuve dos ciclos de quimioterapia, padecí una meningitis, sufrí una parálisis facial, fui operada del hombro y el pie izquierdo, estuve ingresada más de 10 meses...», nos cuenta a modo de resumen, y lo hace con la fortaleza del luchador incansable.

Pero su desgracia parecía no dejar de salirle al paso con nuevos compañeros de viaje. Al volver de Tokio, el Comité Paralímpico Español le retiró la beca consiguiente a su medalla de plata en Tokio en la especialidad de peso, a los dos meses. Adiós a los 2.300 euros mensuales para seguir entrenando (cuando la salud le dejase).

Estigmatización

«A pesar de haberlo dado todo, me dejaron fuera del sistema. La sensación de estigmatización fue profunda. Pero en medio de ese abandono, encontré a Alicia, mi pareja, una médica a la que conocí en los juegos. Fue un punto de inflexión en mi vida. Ella me enseñó a respetar mis límites, a comprender mi enfermedad sin castigarme por ella. Me ayudó a ver que sentarme en una silla no es rendirse, sino protegerme para poder seguir. Me enseñó que aceptar ayuda no me hace menos fuerte, sino más sabia», dice con la voz quebrada. «El dolor físico va de la mano del emocional, y necesitamos tratar ambos con la misma dignidad».

En 2023, llegó un momento clave: su vejiga colapsó. Ya no funcionaba. El dolor era insoportable. Tenía que elegir entre arriesgarse en una operación de altísimo riesgo o seguir avanzando hacia los Juegos de París con un cuerpo que se descomponía.

«Elegí vivir. Me sometí a una cirugía de nueve horas en la que me reconstruyeron una vejiga con parte del intestino, me extrajeron cuatro tramos intestinales, perdí más de 4 litros de sangre y estuve al borde del coma. Pero desperté. Y estoy aquí. Y mientras esté aquí, seguiré contando esta historia».

Una historia que le ha servido para dar forma a una asociación, Más vida contigo, con la que ayuda a personas que atraviesan una situación similar a la suya, que quieren seguir luchando, que no se rinden. «Hacemos deporte, rutas, encuentros con los que busco que se empoderen. Salimos a encontrarnos con la naturaleza, a hacer deporte, y a hablar de cosas que no sean siempre la enfermedad», asevera.

«Me duele el pasado, el cuerpo, el alma, sé que tengo derecho a preguntarme si quiero vivir cada día. Y lo tengo claro: la vida merece la pena todos los días. Aunque duela. Aunque la sociedad no lo entienda. Aunque haya que volver a empezar mil veces».