Crisis migratoria en Europa
Un cementerio bajo las olas
Y el Open Arms, con 87 inmigrantes a bordo, 12 de ellos niños, atracó en San Roque, Bahía de Algeciras. El mismo mar que alfombra de cadáveres los fondos del Estrecho, el que alimenta a pulpos, cazones y sardinas con las vísceras de los prófugos del hambre, fue ayer noticia de concordia. Lejos de abandonar a los pobres, como los italianos y los malteses, los españoles ofrecieron sus puertos. Aunque no los más cercanos al buque, tal y como solicita el ordenamiento internacional. Que obliga a acoger a los náufragos sin añadir millas náuticas a su peripecia. De ahí que Riccardo Gatti, jefe de la misión de rescate, acometida por la ONG Proactiva Open Arms, censurase que «no se haya seguido la normativa internacional de trasladar a los rescatados en el mar a puerto seguro en el menor tiempo posible porque son inmigrantes». Habrá que ver cómo reacciona la opinión pública, aparentemente favorable a estas acciones de estricta humanidad, si los profesionales del tráfico de seres humanos y las satrapías que gobiernan los países del Sur del Mediterráneo comprenden que hay barra libre en nuestro país. Y si el goteo incesante, dramático y obsceno, que conocemos desde hace años, no se multiplica en una avalancha como la sufrida por algunas de las naciones de nuestro entorno. Si despertará la bestia. O si el gobierno no acabará achicharrado en sus incesantes brindis al sol. Reconozcamos a Sánchez la generosidad, y el ventajismo, de la maniobra. Dejar morir a la gente, o devolverla en caliente, solo se le ocurriría a un racista como Salvini, de la Liga.
Ese partido de niñatos xenófobos y señoritos racistas que apoyó durante años el golpismo catalán y vasco. Pero. Aquí nadie ha cambiado ni un centímetro las calamitosas políticas europeas en materia de inmigración. Por mucho que el presidente alterne las fotos con gafas tintadas y los conciertos de rock and roll. Las célebres cuotas, descontada la gallarda Merkel, fueron, son, un fracaso de proporciones inimaginables. Una oda al egoísmo. La patética demostración de que la Unión sigue muy poco unida. Cómo no iban a encontrar acomodo las miserables reivindicaciones del cantonalismo secesionista, cómo no acoger a Puchi, cómo no ciscarse en la euroorden y torpedear la arquitectura misma de la UE, si muchos de nuestros socios todavía operan inmersos en el marco mental y cultural del infecto nacionalismo.
Luego sobresale el detalle de que los inmigrantes del Open Arms no recibirán los permisos con los que agasajamos a los 600 del Aquarius. Normal que Pablo Casado, que había estado muy desafortunado cuando habló con aire Trump de millones de inmigrantes, sacase ayer pecho: «No es posible la política de papeles para todos», dijo, con razón, y a ver qué clase de cinismo armado se necesita para discutirlo. Lo advirtió el Ministerio del Interior, con los nuevos refugiados «se seguirán los protocolos normales establecidos para cualquier llegada de inmigrantes». O sea, lo mismo que tiempo atrás llevaba el PSOE en su propio programa electoral («partimos del rechazo de concepciones no realistas y enunciadas, la mayor parte de las veces, en términos demagógicos, como la de «fronteras abiertas»).
Porque al final siemprea se impone la maldita realidad. Que arranca, sí, con la compasión hacia quienes sufren. Con la obligación de socorrerlos. Que remata, ay, con la evidencia de que seguimos a merced de las mafias. Con Bruselas escondida debajo del sofá, los populismos encantados y, de postre, un cementerio bajo las olas. Vamos a necesitar algo más que un recital de los Killers para arreglarlo.
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