Valencia
A Diego le vale con poco
Gran concepto del torero riojano con una mala corrida de Alcurrucén.
Valencia. Quinta de la Feria de Fallas. Se lidiaron toros de Alcurrucén, serios, hondos y bien presentados. El 1º, de buena condición aunque tardo; 2º, noble, de larga embestida y humillado; 3º, deslucido; 4º, desfondado; 5º, con movilidad y sin entrega, y 6º, bruto y deslucido. Más de media entrada.
Juan José Padilla, de grosella y oro, estocada, aviso, descabello (saludos); apuntillan al cuarto (saludos).
Miguel Abellán, de blanco y plata, estocada contraria (vuelta al ruedo); cuatro pinchazos, estocada caída (silencio).
Diego Urdiales, de catafalco y oro, pinchazo, estocada que hace guardia, aviso, un descabello (saludos); estocada delantera, tres descabellos, aviso (ovación).
Si hubieran tenido los espectaculares toros de Alcurrucén la mitad por dentro de lo que tenían por fuera, esta crónica hablaría de otras cosas. De un acontecimiento importante, porque hubo un torero llamado Diego Urdiales al que los empresarios de Sevilla no llegaron a llamar para contratarle porque no había hueco en la feria, que sacó agua de un pozo seco y lo hizo por partida doble. Da gusto verle andar por la plaza y mantiene impoluto un embroque con el toro fuera de lo común y ajeno a la órbita soñada del toro bueno. El que cerró plaza, por poner un ejemplo, era toro serio a rabiar, hondo, largo, hecho y rehecho. Y lo era en fondo y forma. Cantaba la edad, cinco años y medio, por su manera de estar por la plaza. No daba arrancadas en balde. Manseó despavorido después del primer muletazo de Urdiales, y ajeno al mundo recorrió tres cuartos de plaza. Las huidas cada vez fueron menos, pero no mejoró esa arrancada desalmada, de medio viaje sin rumbo y atacando con violencia. No hubo lugar a la faena rotunda, pero en los detalles residía la grandeza de un torero capaz de taladrarse a la arena, de componer en el embroque con una pureza bestial pasara lo que pasara después. Y luego ocurría que muchos pases morían en el derrote del toro, violento, brutote y basto en el viaje, y otros, sobre todo los que dio al natural, lograron el milagro del temple. Y parecía imposible el toreo con ese percal. Los pies, los talones sobre el albero de principio a fin, esos pequeños matices en los que se sustenta la tauromaquia y la hacen grande o vulgar, heroica o ventajista. Se le atravesó el descabello, que no la torería, y tampoco manejó a las mil maravillas la espada con el tercero del festejo. Pero sí encontramos la misma verdad con el tercero, sólo cambió la brusquedad de ese sexto por un Alcurrucén paradote y deslucido. Aun así, en un auténtico ejercicio de pulcritud y buen concepto, le robó al toro algunos naturales que le situaban de nuevo en el mapa con remates tan estéticos como toreros.
Abellán quizá se las vio con el toro que más ganas y más veces quiso ir a la muleta. El segundo. Había que ir a buscarlo, pero una vez que accedía al cite, al envite, una vez que entraba en el juego lo hacía con gozo, con nobleza y arrastrando el morro. Se abría mucho en la embestida, y a más suavidad en los toques, mejor respuesta. Abellán se entendió con él de manera intermitente, cuando le atacó, pausado el encuentro logró los mejores pasajes. Tuvo que tragar más al quinto, que tenía movilidad pero no entrega. También sus matices. Deambulaba más el toro a su aire, sin obligarle a hacerlo por abajo, a media altura, sin molestarle, así pasaba por ahí e iba medio metro más allá del cuerpo. Y con él, el torero madrileño encontró justificación.
Liviano pasó Padilla con un primero que tenía buena condición pero tardo y con el fondo justo. El cuarto no se tenía en pie, tanto que con el paso en balde del tiempo acabó por echarse y le apuntillaron. En estos casos, tan evidentes, dejar pasar el tiempo corre a la contra de los valores de la tauromaquia.
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