Televisión

Televisión empachada de sí misma

El publicitado estreno de Amy Adams en la pequeña pantalla, «Heridas abiertas», aqueja varios de los «tics» propios de las llamadas «ficciones de prestigio

La actriz Amy Adams da vida a Camille Preaker, una reportera con problemas psicológicos que investiga casos policiales / HBO
La actriz Amy Adams da vida a Camille Preaker, una reportera con problemas psicológicos que investiga casos policiales / HBOlarazon

El publicitado estreno de Amy Adams en la pequeña pantalla, «Heridas abiertas», aqueja varios de los «tics» propios de las llamadas «ficciones de prestigio.

Parece ser que, inicialmente, los productores de «Heridas abiertas» planearon adaptar la novela homónima de Gillian Flynn en forma de largometraje; y lo cierto es que los ocho episodios que el pasado lunes empezaron a ver la luz en HBO España –o, al menos, los siete primeros– sugieren que tal vez aquella idea original era la buena. Los protagoniza Amy Adams en la piel de Camille Preaker, una reportera inmersa en un delicado proceso de rehabilitación psicológica que es obligada a trasladarse a su ciudad natal para investigar la violenta muerte de una adolescente y la desaparición de otra.

Cuanto más tiempo pasa Camille en el lugar más presentes se hacen los traumas que han definido su vida, entre ellos la muerte de una de sus hermanas años atrás y su relación con una madre que destruyó toda su autoestima. Decir que su tormento es palpable es quedarse increíblemente corto: solo en el primer episodio la vemos rellenar unas 60 veces con vodka el botellín de agua que la acompaña a todos lados.

En «Heridas abiertas» no hay tensas persecuciones ni genios criminales en la sombra. Aquí, el verdadero misterio no está en la investigación del asesinato sino en la tortuosa odisea personal de Camille. A través de su periplo, la serie cuestiona una cultura que permite y profesa una obsesión fetichista por la violencia contra las mujeres, y que perpetúa la creencia que de algún modo merecen los traumas que sufren. Solo aquellas que saben permanecer en su lugar, o en el que la sociedad decide para ellas, están a salvo.

Lo dicho en el párrafo anterior, por otra parte, no justifica que la intriga policial se construya exclusivamente a partir de estereotipos –el policía local que dice cosas como «esta es mi ciudad, este es mi caso», el detective recién llegado del que nadie se fía, los sospechosos que llevan las palabras «pista» y «falsa» escritas en la frente– ni sobre todo que, al margen del descubrimiento de un cadáver en el segundo episodio y una gran revelación al final del séptimo, aquí realmente no pase nada. El director Jean Marc Vallée está menos interesado en hacer avanzar la historia que en crear una espesa atmósfera sureña, pero para generar tensión dramática no basta pasear visiones fantasmagóricas e imágenes de niñas muertas por la pantalla.

Asimismo, y como ya hizo a los mandos de «Big Little Lies», Vallée usa fugaces «flashbacks» que contextualizan las circunstancias de la protagonista. En este caso, además, esos destellos tratan de meternos en la torturada mente de Camille, y logran ofrecernos información relevante sin necesidad de recurrir a diálogos expositivos. Pero la repetición lírica de ciertas imágenes, que tan bien funcionó en «Big Little Lies», aquí funciona como mera redundancia.

En todo caso, el mayor perjuicio que el formato seriado le ha causado a «Heridas abiertas» es darle demasiado tiempo para empañarse con sus propias ínfulas. Escena a escena, sus episodios son amasijos de «tics» propios de la ficción desesperada por demostrar su propia importancia: la severidad, la oscuridad, la obsesión por lo miserable y lo depravado, la falta absoluta de humor –hasta «True Detective» incluía algunos chistes–. Será celebrada como un correctivo a todos esos relatos criminales hechos por y para hombres, aunque todo cuanto deja claro es que, con el presupuesto adecuado, las series de prestigio que hacen ellas pueden estar tan plagadas de clichés como las que hacen ellos.