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Objetivo La India: buscando los mitos

Tras alcanzar Ulán Bator y dejar atrás a sus compañeros de ‘Chavalería Ligera’ (y a ‘La Merche’), el siguiente paso es llegar al país del contraste y el color

Los “ovoo” indican lugares donde algún espíritu se ha manifestado
Los “ovoo” indican lugares donde algún espíritu se ha manifestadolarazon

Tras alcanzar Ulán Bator y dejar atrás a sus compañeros de ‘Chavalería Ligera’ (y a ‘La Merche’), el siguiente paso es llegar al país del contraste y el color

Diseminados por todo el territorio mongol, es fácil encontrar misteriosos círculos de piedras amontonadas, coronados por un asta apuntando al cielo. Reciben el nombre de “Ovoo”. Algunos son pura roca desnuda, otros visten como adornos banderas o tela multicolor. Indican lugares donde algún espíritu se ha manifestado, y la tradición asegura que si el viajero da tres vueltas completas a uno de estos montículos, llevará consigo los buenos deseos del espíritu aparecido. La entidad te protegerá ante los peligros del viaje, sin importar su procedencia: otras gentes, animales peligrosos... o incluso tu propio ser, el mayor traidor de todos.

Cuando encontré uno en Norovlin, cerca del lugar donde nació Gengis Kan, lo rodeé tres veces con la mochila a cuestas. Dos días más tarde entré en Choybalsan, ciudad próxima a la frontera China, chorreando sudor tras una caminata de siete horas. En momentos como éste, el macuto pesa toneladas y tengo los pies destrozados, además, no había comido nada desde el frugal desayuno de café y una manzana. Estaba agotado. Caminaba entre callejuelas desconocidas, flanqueadas por casuchas de hojalata y ladrillos grises, sin cruzarme con nadie que pudiese indicarme un hostal donde pasar la noche. Pedía una cama, nada más. No importaba si era dura.

Seis enormes perros aparecieron por una esquina. Los perros mongoles no son precisamente pequeños, ni débiles, como puede uno imaginar; los inviernos a menos 30 grados no perdonan al débil ni al pequeño. El perro callejero mongol no es un chucho famélico al que pueda alejar una patada. Por si fuera poco, suelen ir en manadas de hasta ocho canes, convirtiéndose en reyes de la acera que pisen. Estos me habían visto. Amenazadores, gruñeron y avanzaron a mi encuentro enseñando los dientes amarillos, el grueso pelaje erizado. Dos de frente y otros dos por cada lado, se disponían a rodearme. Una, dos, tres piedras volaron desde la esquina cayendo sobre los perros. Tras ellas, tres niños de apenas cinco años corrieron con palos y más piedras, a la carga contra las peligrosas bestias. Cargaban riendo a carcajadas. Los perros aullaron aterrados huyendo a la carrera, perseguidos por los niños y sus palos y sus piedras, reprochándoles con gimoteos no haberles permitido asustarme un poco más. Cuando los perros estaban lejos, los niños se detuvieron jadeando y buscaron una nueva presa a la que atormentar. Me encontraron a mí, estupefacto clavado en el sitio, y el que parecía el jefecillo gritó una orden antes de lanzarse palos en alto. Pero a los niños podía contenerlos. Saqué unos caramelos de la mochila y se los ofrecí como peaje para entrar en su ciudad.

Quise pensar que de no ser por las tres vueltas al “Ovoo”, aquellos perros me habrían devorado sin pensarlo, y quizás fuera su espíritu quien insufló esa alocada valentía en los tres críos. Puede ser que los mitos, al querer creerlos, cobran sentido dentro de nosotros.

En ese momento decidí perseguir los mitos. Me quedaba una semana de visado en Mongolia y había escuchado hablar sobre el Templo de Khamar, perteneciente a la secta budista de los Gorros Rojos y custodio del Shambala. Este es, según afirman varias corrientes budistas, el centro de energía en la Tierra. Fue Dulduityn Danzanravjaa, un monje y poeta mongol, quien fundó el monasterio en 1820. Dato curioso sobre Danzanravjaa, hizo numerosas predicciones durante sus años monjiles, incluyendo la fecha exacta de su muerte. ¡Cuál fue el asombro entre sus seguidores cuando murió el día predicho, envenenado a manos de su maquiavélica esposa! Actualmente, existen diversas opiniones sobre si su muerte fue asesinato o suicidio...

Pero dejando a un lado si el bueno de Danzanravjaa hizo trampas o no, quise visitar su monasterio, escondido en pleno Gobi. Era la excusa perfecta para visitar el legendario desierto, el segundo más grande del mundo tras el Sáhara; hizo falta coger un coche a Ulán Bator, desde allí un tren hacia Sainshand, hacer noche congelándome en mi tienda y, finalmente, alquilar un jeep hasta el famoso monasterio. Para cuando llegué al lugar de los hechos, tres días después, casi había olvidado que buscaba los mitos. Los encontré rodeados por palomas, junto a unas oscuras cuevas de piedra fría donde Danzanravjaa se retiraba a meditar durante meses enteros sin más víveres que un cuenco con agua, venerados por robustos monjes de túnicas rojas. Soplaba fuerte el viento, el día que encontré los mitos del desierto. Otra vez quise creerlos cuando crucé la puerta dorada del Shambala (en ella te desprendes tus manchas espirituales para entrar puro en el recinto), y al palpar con mis manos el lugar sagrado, escuchando los mantra merodear por el monasterio, sí experimenté un sentimiento de paz recorrer mi cuerpo. Pudo ser la inmensidad del desierto extendiéndose como los viejos dioses, sin poder que lo supere, o algún espíritu desconocido merodeando entre los turistas, o simples imaginaciones mías. En cualquier caso, sentí que el viento limpiaba realmente todas esas porquerías que el ruido de las ansias había amontonado en mi ser.

Subí al coche y regresé a Sainshand. Por el camino, mi guía me contó la historia de los cuatro amigos armoniosos:

Un pájaro encontró un pequeño árbol y comenzó a picotear sus frutos. Al pasar los meses, el árbol creció, y el pájaro (que no podía volar porque estaba herido) no pudo alcanzar los deliciosos frutos. Tuvo que pedirle ayuda a una liebre para subirse a ella y cogerlos. El árbol siguió creciendo hasta que los dos animalillos no bastaban para coger los frutos, entonces le pidieron ayuda a un mono. El mono se dedicó a trepar hábilmente y pasarles los beneficios, que los tres compartían en feliz compañía. Pero el árbol siguió creciendo, imparable, hasta un punto que ni siquiera el mono fue capaz de tocar su parte más elevada. El asunto requería tomar medidas drásticas y llamaron al elefante. El elefante se colocó bajo el árbol y sobre él el mono, la liebre y el pájaro, en ese mismo orden, así pudo el pajarito seguir disfrutando sus frutos. Juntos, los cuatro amigos armoniosos olvidaron sus intereses egoístas para dedicarse los unos a los otros.

Sorprendentemente, el héroe en esta historia no era el elefante. Es el pajarito, que supo dejar a un lado su orgullo y pudo pedir y aceptar la ayuda, consciente de sus propias limitaciones. Todos estos mitos los encontré en un desierto donde los colores se separan como en una bandera. Pasas kilómetros de monotonía por cegadora arena clara y al coronar una colina, se desarrolla ante ti un nuevo desierto, esta vez de piedra roja, en armonía con las túnicas de los monjes recluidos en él. La piedra roja cede al marrón oscuro, el marrón oscuro regresa a la arena clara amontonándose por las dunas; avanzas pero pareces retroceder, porque vuelves a la roca roja, al marrón oscuro y a la arena clara. Es un desierto bisiesto rico en mitos.

Ahora estoy en el tren, arribando a Ulán Bator. Por el camino he cruzado llanuras que permiten ver el horizonte tan lejos como solo ocurre en el mar, alargándose hacia cualquier dirección sin principio ni fin. Así como el mármol cincelado mantiene fija una escultura, sin importar las lluvias o las guerras, el amor o cualquier desgracia, igual parece mantenerse el paisaje imperturbable de Mongolia. Estos mismos llanos que ahora pasean los cabreros azuzando al ganado, los galopó invencible la Horda de Oro. Por donde se escucharon poderosas órdenes de conquista, balan fuerte los inocentes corderos, permitiéndose ambos espectáculos competir en hermosura. ¿No son gloria y paz escenas igualmente poderosas? Escucho los balidos, entreveo lanzas de acero despuntar hacia las nubes. A mi espalda, en algún punto del Gobi interminable, el espíritu de Danzanravjaa vuela buscando al de su esposa, obsesionado por encontrar una respuesta a su pregunta, la misma que merodea desde hace días por mi mente: ¿tanto le odiaba como para asesinarle? ¿O pudo ser el amor, al ver que llegaba el día de su muerte sin que esta le viniese, quién deslizó el veneno y transformó en mito al monje perdido?