Vacaciones
Objetivo La India: un hotel de mil estrellas
Tras alcanzar Ulán Bator y dejar atrás a sus compañeros de ‘Chavalería Ligera’ (y a ‘La Merche’), el siguiente paso es llegar al país del contraste y el color
Tras alcanzar Ulán Bator y dejar atrás a sus compañeros de ‘Chavalería Ligera’ (y a ‘La Merche’), el siguiente paso es llegar al país del contraste y el color
Camino hacia el este. La mochila es cada vez más liviana sobre mis hombros, acostumbrándome poco a poco al peso del hogar, y ya no tropiezo, ni tengo miedos. Camino hacia el este, donde el violento mar que llamaron como suena la paz. A veces saco el pulgar y frena para recogerme un camionero, o una mujer sin miedo, o una familia presa de la curiosidad. Subo, señalo un destino y, si hay suerte, llego antes de caer el sol. Pero no suelo tener suficiente tiempo, los días son cortos cuando disfrutamos cada segundo, y me resigno a acampar a pocos kilómetros de la carretera. Esas noches me siento en silencio frente al fuego sin ningún deseo, no importa el destino, solo el camino. Pero ahora, ¿importó alguna vez el destino? No es más que el punto donde todo volverá a empezar. Llego, descanso y vuelta a caminar. El destino siempre fue empezar.
¿Conocéis a Gengis Kan? Fue un hombre genio y compacto, de tez oscura y ojos rasgados, nacido al norte del territorio que hoy conocemos como Mongolia. Pasó su infancia cabalgando, pensando, dando forma a una idea, tan alocada y asombrosa que consiguió arrasar hasta las puertas de la poderosa Europa. Nacido en una familia aristócrata caída en desgracia, fue indigente y numerosos enemigos le persiguieron para darle caza. Mientras corría y mendigaba, seguía torneando su idea. Mientras sufría y le humillaban, soñaba por las noches con su idea. Gengis Kan fue el unificador de las tribus nómadas de Mongolia, el azote de Bujará, Samarcanda y Kunya-Urgench, marido de treinta y seis esposas, un hombre que no dudaba en lanzar desde las catapultas cuerpos con peste bubónica. ¿Fue héroe o villano? Supongo que todo dependerá de a qué parte del mundo preguntemos. Se ignora donde le enterraron, y cuenta la leyenda que asesinaron a todo su cortejo fúnebre para guardar el secreto.
Mi primer destino al salir de la capital fue su estatua, situada cerca de Ulán Bator. Se trata de un coloso ecuestre de cuarenta metros, todopoderoso y omnipotente, dominando la que siempre será su llanura. Dicen que fue en ese mismo lugar donde reunió a sus tropas para lanzarse sobre Asia Menor, y sentado junto a una de las treinta y seis columnas que señalan cada uno de los kanes pertenecientes a su dinastía, quise cerrar los ojos colocándome las gafas de la imaginación. Frente a mí no se extendía una llanura con turistas a camello o yurtas convertidas en tiendas de souvenirs, ni autobuses rellenos de camboyanos, nada de eso. La brisa se alzó trayendo con ella un rugido ensordecedor, el de doscientos mil guerreros a caballo aclamando a su señor, enfebrecidos por el ansia de la adoración. Debe ser excitante sentir semejante adoración por un líder, esa confianza ciega de un hijo hacia su padre y tan poco común en los tiempos que corren. Ellos tenían un sueño grande por el que luchar. Abrí los ojos, asustado por el estruendo, entonces pude verlos con claridad: los caballos boqueaban, sus jinetes desenvainaban las espadas; flechas de puntas limpias buscaban un pecho donde mancharse y de todas las bocas brotaba el mismo nombre, como un río caudaloso: Gengis Kan. Sentí un escalofrío, el sol brilló blanco sobre las armaduras. Ya avanzan las tropas del poderoso Kan, sin prisa ni ansia, camino a la mayor conquista de nuestra Historia.
Un turista ruso me dio un suave empujón para que saliera de su foto, parpadeé y la visión se desvaneció. Volvía a estar en el mundo de lo mediocre.
El camino sigue al este, subiendo ligeramente por el norte, haciendo dedo y subiendo en coches y camiones de desconocidos. Pocos mongoles hablan inglés, entonces no tengo otro remedio que ser testigo silencioso de las vidas en estos vehículos. Hoy, por ejemplo, viajaba con una pareja enamorada. El hombre cantaba desafinando las canciones de la radio y su mujer aplaudía entusiasmada, luego le abrazaba y se arrullaban. Se amaban. Es maravilloso ver amor en rincones tan escondidos del mundo, porque recuerda a uno que seguimos siendo pedazos de alma desperdigados por lo largo y ancho de la humanidad, sin diferenciarnos en nada que importe realmente. Atestiguar el sentimiento de forma tan bruta, sin necesidad de intervenir, es uno de los mayores regalos al viajar.
En todo caso, el idioma sí es una traba. Hace un par de días, tras intentar escalar (sin éxito) una montaña para acampar, me derroté y busqué un hotel en el pueblo más cercano. Entré en las calles de barro, sudoroso y lleno de rasguños, asustado, perseguido por los ladridos de perros belicosos. Gracias a la magia de internet, encontré un resort a precio relativamente bueno que no estaba demasiado lejos, y allá que fui. Entré desmadejado en la recepción y chapurreando una mezcla de inglés, español y mongol, supliqué una habitación a la recepcionista. La pobre mujer quedó en shock al ver mi aspecto enmarañado, preguntándome repetidas veces cómo había encontrado aquél lugar. Dudaba si darme refugio y yo no entendía nada. Al final, tras mucho negociar, aceptó a darme una habitación y entramos en el edificio principal. Era curioso porque el huésped más joven me sacaba cuarenta años. Olía a desinfectante y algo que no alcancé a descubrir me recordaba a mi bisabuela.
Pagué por adelantado y media hora después me dijeron que bajase a cenar. Extraña cena. Sentándonos a todos en unas mesas alargadas, nos pusieron el mismo plato, carne de cabra con pimiento y patatas, sin opción de pedir otra cosa. Me rodeaban cabezas calvas o canas. La gente me miraba constantemente como si fuera un demente, sobre nosotros tronaba el televisor a todo volumen. Cuando salí a tomar el aire después de cenar, vi por los ventanales a un numeroso grupo sentarse en varias mesas redondas y numeradas, prestando mucha atención a una muchacha que no dejaba de hablar. Apuntaban algo en papelitos.
¿Jugaban al bingo?
La situación ya olía a algo más que desinfectante y fui a recepción para preguntar si aquello era realmente un resort. La bondadosa recepcionista me sonrió y contestó que no. Era una residencia de ancianos.
Esa noche dormí bastante tranquilo. Hoy sí he logrado escalar mis montañas y colocar la tienda en un pequeño llano a mitad de ladera, con vistas al este. Está noche dormiré en un hotel de mil estrellas. Por el valle que corre debajo fluyen rebaños de ovejas y cabras, manadas nobles de caballos. Los rebaños de ovejas y cabras son inmensos, fácilmente pueden llegar a las doscientas cabezas balando y siguiéndose tontamente la corriente. Cuando se acercan demasiado a una carretera, y pasa veloz un coche pitando sin intención de frenar, cunde el pánico en el rebaño, las cabras del principio corren despavoridas en retroceso y comienza un curioso espectáculo. La parte de atrás, que pasta somnolienta sin enterarse del desastre, tardan lo suyo en reaccionar y no se mueven hasta que la primera cabra (ahora la última) les alcanza. Entonces la parte trasera del rebaño se lanza en estampida y la que antes corría frena en seco. Veo como hormiguitas al rebaño dividirse en dos partes: las que conocen el problema ya vuelven a comer, como si nada hubiese pasado, y la otra mitad galopa aterrada sin entender de qué huyen.
No tarda en venir el pastor a la carrera para calmarlas. Las reúne, comprueba que ninguna se haya descarriado y vuelve a tumbarse bajo la sombra. No muy lejos, un coche asesino se abalanza de nuevo contra el desprevenido rebaño.
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