José Jiménez Lozano
Lealtades y respetos
¿Un hombre es un voto, y un voto no es un hombre, o un hombre equivale a algo risible o a la mera nada? ¿De qué respetos o lealtades cabe hablar?
Se supone que, a estas alturas, después de estar con ella constantemente en la boca y haber llenado el aire que respiramos durante más de dos siglos, la palabra «libertad» tenía que ver algo con el concepto que expresa, y ambos podían referirse a una realidad. Pero no siempre es así.
En la realidad, en efecto, se ha podido denominar perversamente como presidida por la libertad una situación de abierta opresión y fuera de la cual tampoco podría darse libertad.
Por lo pronto y en principio, desde luego, la palabra democracia solo quiere decir «gobierno del pueblo» mediante representación. Y no tiene duda tampoco de que la democracia nació como un régimen de libertad o de defensa de los derechos de los individuos, pero este siglo nuestro parece en buena parte una continuación del anterior, en el que ha venido reponiéndose un espectáculo de masas enteras, tan orgullosas y encantadas como las vio Orwell, encaminándose a la esclavitud mientras gritaban. «¡Es por nuestro bien! ¡Es por nuestro bien!». Porque este mismo hombre del siglo XXI que tiene el perverso orgullo de creer que se puede transformar la realidad con sólo nombrarla de otra manera ya ha logrado que «libertad» signifique cualquier cosa, o nada.
Resulta que la vida política ha sido incluso definida como una guerra llevada a cabo por otros medios, que son la reflexión contradictoria y la palabra, y como actitud la lealtad; y esto es precisamente lo que aporta la democracia.
Y la lealtad está siempre hecha con escrúpulos o pesos pequeñitos.
En la Edad Media que se luchaba con espadas, quien luchaba como caballero no usaba nunca un espada con canalillo, o especie de depresión en la superficie o canal a lo largo de la hoja que, al permitir la entrada de aire en la herida, prácticamente aseguraba que ésta se infectase y el herido muriese, y quien había usado tal espada no necesitaba proclamar realmente que quería la victoria en la lucha pero no la muerte del enemigo ni durante aquella lucha, ni después. Y el cazador más rústico, pero que se tenía caballero leal en el juego mismo de la caza no mataba una liebre en su cama, a ningún ave en su nido.
Y, a este respecto, quizás pueda recordar que, cuando un amigo y yo preguntamos a un hortelano por qué no regaba una par de eses del terreno de su huerto junto al camino por el que paseábamos, nos contestó que una codorniz había anidado en ese espacio y no iba a estorbárselo. Y de esto no hace tanto tiempo, y coincidía con un torrente de basura verbal, insultos y maldades, gritadas como por boca de posesos del diablo, en el Congreso de los Diputados. Y algo y aun mucho debe de significar este asunto.
Significa, muy principalmente desde luego, que la elección y selección de nuestros representantes políticos deja bastante que desear, y que no acertamos a entender cuál es el gran respeto que merece un ser humano, siquiera el que ofrece el hortelano a la perdiz por su condición de ser vivo y llevar unas medias rojas tan hermosas en sus patitas.
Y por supuesto que en el tranquilo y antiguo orden intelectual y moral en que vivía el hortelano se sabían muchas cosas que, luego la humanidad se ha sacudido como el polvo, y al igual que el señor Trotsky afirmaba, orgullosamente que sólo los cuáqueros y el Papa –es decir, gentes de otros tiempos menos progresados– creían en aquello de la dignidad humana por la que un hombre debía ser tratado con lealtades y respetos. Descubierta la antigualla, ¿qué puede significar la dignidad del parlamento y de la palabra humana o la democracia como libertad? ¿Un hombre es un voto, y un voto no es un hombre, o un hombre equivale a algo risible o a la mera nada? ¿De qué respetos o lealtades cabe hablar?
Nada más urgente que contestar a este acertijo, no de ninguna Esfinge, sino de nuestros hechos.
✕
Accede a tu cuenta para comentar