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¿Provocó Stalin la II Guerra Mundial?

Se publica en España «El rompehielos», libro del militar y espía ruso Victor Suvórov en el que quiso difundir la teoría de que (construyendo su propia realidad) fue el líder soviético, y no Hitler, el principal culpable del estallido bélico de 1939

Brindis de Stalin (derecha) tras firmar el pacto de no agresión entre Alemania y la URSS, sellado en Moscú el 23 de agosto de 1939
Brindis de Stalin (derecha) tras firmar el pacto de no agresión entre Alemania y la URSS, sellado en Moscú el 23 de agosto de 1939larazon

Acaba de aparecer en España la obra «El rompehielos», del ruso Victor Suvórov, seudónimo de Vladímir Bogdánovich Rezún, militar y espía soviético que en 1978, a los 31 años, desertó del GRU (el Departamento Central de Inteligencia) cuando cumplía una misión en Ginebra. Trasladado clandestinamente junto con su familia a Gran Bretaña, colaboró con los servicios secretos de aquel país hasta que, bajo el seudónimo que seguiría luego empleando, comenzó a escribir sobre la Guerra Fría, la Segunda Guerra Mundial, los servicios secretos soviéticos, personajes relevantes de la URSS y obras de ficción, unos 20 libros hasta la fecha entre los que el más polémico es «El rompehielos», una obra que nos llega con retraso pues apareció en 1985. Según Suvórov, fue Stalin y no Hitler quien comenzó la Segunda Guerra Mundial.

El Führer habría sido una herramienta en manos de Stalin hasta que advirtió la realidad y se revolvió contra la URSS. Stalin, preparando la conquista del mundo, habría favorecido el rearme alemán para utilizar a los nazis como ariete (rompehielos) en la destrucción o debilitamiento de las demo era algo planificado por el Kremlin desde mucho antes para disponer de una frontera directa con el III Reich, sin el estorbo de territorios tapón. Igualmente, la presencia soviética en las repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania) y la guerra con Finlandia constituían parte del mismo plan. Y, de similar manera, el ataque alemán a la URSS, el 22 de junio de 1941, era un capote tendido a la embestida de Hitler para destrozarle en las heladas estepas rusas.

No continuaré desmenuzando el libro para que el lector pueda hacerlo y evitar una minuciosa réplica en breve artículo a sus 645 páginas. «El rompehielos» contiene cientos de datos, análisis y opiniones auténticos, pero acerca de estos mimbres debe decirse, primero, que no son nuevos: el espía estaría impuesto en los sistemas de la inteligencia militar soviética (GRU) al final de la Guerra Fría, pero aquí no hay archivos desvelados, entre otras cosas porque esta obra se escribió hace 30 años, en la época de Andropov y Chernenko, cuando toda la documentación estaba bajo siete candados; y, segundo, que en su composición Suvórov opera sin ningún escrúpulo como historiador: utiliza lo que interesa a sus fines y soslaya lo que contradice a sus tesis. Ya lo denunció Alexei Isáev, el gran historiador ruso de la Segunda Guerra Mundial: cuando Suvórov consulta las fuentes «sólo ve lo que necesita».

- Lo que calla

No se trata de desmenuzar el libro, pero debe hacerse una puntualización básica: no fue Stalin el que incitó a Hitler a declarar la guerra a Polonia, ni a entrar en lucha con Francia y Gran Bretaña, ni a iniciar su fracasada aventura en la URSS. Hitler se bastaba él solo –y cuando no, contaba con sus corifeos para redondear sus ideas–. Las reivindicaciones nazis sobre Polonia datan de una época en la que Stalin aún estaba cimentando su poder omnímodo: el programa de los 25 puntos del partido nazi del 24 de febrero de 1920, en sus apartados 2 y 3, rechazaba el Tratado de Versalles y anunciaba sus intereses expansivos en el este. Cuatro años después, en su redacción de «Mein Kampf» perfeccionaría sus intereses al respecto: recuperaría los territorios alemanes enajenados por Versalles, expandiría el Reich hacia el este (el «lebensraum», que proporcionaría el destino histórico de los alemanes) y combatiría al comunismo y al judaísmo para salvar Alemania y la civilización occidental. Estas ideas las reiteraría en centenares de mítines y artículos periodísticos desde 1925 hasta que alcanzó la Cancillería en 1933.

Una vez en el poder, Hitler trató de cumplir todas y cada una de sus amenazas: encerró a los comunistas en campos de concentración y se apoderó de todas sus sedes; maniató al Reichtag haciéndose con el poder absoluto. Pero, a la vez, enmascaraba sus propósitos: para tranquilizar a los inquietos polacos firmó con ellos un tratado de no agresión en febrero de 1934, lo cual no sólo tranquilizó a Polonia sino, también, a Francia y Gran Bretaña, lo que permitió a Hitler consolidar su posición e iniciar un rearme acelerado y la remilitarización de Renania. Las leyes de Núremberg terminaron con los judíos como ciudadanos de Alemania y pusieron mil cortapisas para impedirles gran parte de sus actividades.

Y era sólo el comienzo. En 1936 intervino en la Guerra Civil española, en 1937 expuso a sus colaboradores políticos y a los responsables militares sus intenciones de unir a Austria con Alemania, el Anchluss, y la anexión de los Sudetes, propósitos que cumpliría en 1938; meses después desmembraba Checoslovaquia y aterraba a Varsovia pidiéndole la devolución del Corredor de Danzig a cambio de comunicaciones por ferrocarril y carretera con el Báltico; como Polonia no cedía, Alemania comenzó a apretar el nudo: «Toda agresión polaca contra Danzig será considerada una agresión contra el Reich». Lamentablemente, Polonia, con más valor y orgullo que buen juicio, replicó a Berlín que «toda intervención alemana para cambiar el statu quo de Danzig será considerado como una agresión contra Polonia».

Todas estas tensiones que el lector puede suponer largas y prolijas ocurrieron antes de que Berlín y Moscú iniciaran el acercamiento que conduciría al pacto germano-soviético de 23 de agosto de 1939. Pero incluso antes de que el famoso acuerdo se firmara, Hitler ya tenía decidida la guerra, aunque le atormentase la idea del doble frente que se le vendría encima si no alcanzaba el acuerdo con la URSS.

El 11 de agosto de 1939, Galeazzo Ciano, ministro italiano de Exteriores, trataba de aliviar la tensión, proponiendo a su colega alemán, Joachim von Ribbentrop, abrir contactos para convencer a Polonia de que devolviera el corredor de Danzig a cambio de otras concesiones. Ribbentrop lo rechazó brutalmente: «Ayer, quizás. Hoy queremos mucho más. ¡Ahora queremos la guerra!». Por entonces, Hitler maldecía a quien pretendiera una mediación. Y es que, aparte de esa guerra fácil, corta y victoriosa, que le encendía los ojos, buscaba terminar con Polonia a causa de los odios históricos que ambos países no olvidaban y, sobre todo, porque pretendía ensanchar el III Reich con las llanuras agrícolas polacas, cumpliendo sus promesas políticas.

- Sin escapatoria

A Polonia no podían salvarla sus acuerdos con París y Londres, demasiado alejadas para poderla auxiliar a tiempo. Sólo hubiera podido hacerlo Stalin cerrando un acuerdo con británicos y franceses, pero todos parecieron conjurarse para que aquella negociación naufragara. Inicialmente, París y Londres, irresolutos y condicionados por los prejuicios antibolcheviques; luego, Varsovia, opuesta a permitir el paso de tropas soviéticas por su territorio, según exigía el protocolo militar de la negociación, porque, según decían los polacos, «con Alemania corre peligro nuestra libertad y nuestra vida, pero con Rusia podemos perder el alma»; finalmente, porque, ante tantas dudas y reticencias, Moscú comenzó a sentirse en peligro: necesitaba tiempo para reorganizar el Ejército Rojo, decapitado por las purgas del proceso del mariscal Tujachevski y no quería arriesgarse a ir a la guerra con Hitler hasta no haberse recuperado. Por eso se acercó cautamente a Berlín durante la primavera de 1939, buscando un acuerdo que le otorgaría tiempo y una parte de la odiada Polonia, vencedora del Ejército Rojo en los arrabales de Varsovia y desgajada del imperio soviético aprovechando la guerra civil.

Esos objetivos, más la recuperación de las tierras bálticas y manos libres en Finlandia, eran motivos suficientes para que Stalin pactara con Hitler, aparte de sus ambiciones del comunismo universal y de que estuviera dispuesto a traicionar lo firmado en cuanto le conviniera. Por todo ello, el éxito de Suvórov en Europa occidental y América ha sido relativo, con escaso relieve intelectual y nula repercusión entre los historiadores profesionales. No conozco una sola reseña o una sola cita relevante sobre este autor entre los grandes investigadores de la Segunda Guerra Mundial.

Gancho vendedor

La novedad y el cambio de lo tradicionalmente establecido son los mejores ganchos para vender libros (de sumo interés para todo autor y, también, para Suvórov) cuando sus servicios dejaron de ser apreciados al terminar la Guerra Fría. ¿A quién le interesaría leer una obra cuyo gran atractivo fuera que Hitler desencadenó la Segunda Guerra Mundial o qué interés tendría «descubrir» que Hitler, vulnerando los acuerdos con Stalin, le atacó por sorpresa? Lo contrario sí tiene morbo, la historia al revés, sobre todo si se la adorna con la aureola de archivos desvelados y de sensacionales descubrimientos destapados por un espía. Otra razón del éxito de este divulgador revisionista es que su música suena divinamente en los oídos de gran parte de los filonazis o de los meros simpatizantes del III Reich. Aunque sea un tanto humillante leer que Stalin jugó con Hitler, para muchos constituye un alivio que el Führer no fue el monstruoso agresor que puebla las páginas de la historia contemporánea, sino una víctima del comunismo internacional. El propio Hitler lo decía en su testamento, presentando a Alemania como víctima del judaísmo y del comunismo.

En alas de la fortuna

Las obras de Suvórov –en la imagen– han tenido cierta acogida en Europa y América, pero donde muchas han cosechado importantes éxitos editoriales ha sido en Rusia y, por ello, donde mayor controversia ha despertado este autor es entre los historiadores rusos: el experto Alexéi Isáev se pregunta «¿por qué, hablando con benevolencia, esta persona, poco concienzuda y que tiene escasamente investigadas las cuestiones propuestas, se ha hecho popular?» (Dmitry A. Chechkin, «Historia Contemporánea», nº 38). La respuesta tiene múltiples facetas: en la Rusia postsoviética –lo mismo que ocurrió aquí en el postfranquismo– hubo una auténtica fiebre por conocer lo que la dictadura comunista había hurtado al conocimiento del ciudadano y todo comunicador, con razón o sin ella, con datos o con rumores y falsedades, se dedicó a hacer leña del árbol caído. Dmitry Projorov, en su obra «Cuanto tiene que vender la patria», se refiere despectivamente a esos oportunistas rusos: «Algunos autores llegan a ofensas que son propias solamente de las riñas por dinero entre los clientes de prostitutas borrachas, lo que, sin duda, no juega en favor de su honor» (Dmitry A. Chechkin, ídem).

Ficha

«El rompehielos»

Victor Suvórov

PLANETA

696 páginas,

26 euros

(e-book, 12,99)

David Solar. Historiador y periodista