Andalucía
Se busca Greta para la educación pública
En el mayor examen internacional de competencias educativas que publica la OCDE, Andalucía sigue a la cola de España
«Un país es rico porque tiene educación». Al hilo del desastroso resultado que el informe PISA 2018 ha arrojado en Andalucía, se me viene a la cabeza esta cita de ese gran pensador –desprejuiciado, profundo y con la sensatez que da el haberlo probado todo y poder contarlo– que es Antonio Escohotado, durante una entrevista, siempre genial, que le hizo hace años Jesús Quintero. Si asumimos la cita en su literalidad, nuestra economía anda pareja a la del Chad. En el mayor examen internacional de competencias educativas que publica la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la comunidad andaluza sigue a la cola de España, sólo por delante de Canarias, Melilla y Ceuta. Si en matemáticas o ciencias la situación es desastrosa, el resultado a nivel nacional en competencia lectora directamente ni se ha publicado «por haberse detectado anomalías significativas en las pruebas», han dicho. Igual, los de la OCDE han salido con esta excusa por no arruinar más nuestra moral como país. En la cuna de Cervantes, a nuestros niños les cuesta comprender un párrafo con más de una subordinada. Sobran los comentarios.
Aviso a socialistas (y plañideras del Antiguo Régimen), que a nadie se le ocurra coger el atajo fácil de achacar una micromilésima responsabilidad de este descalabro a los (supuestos) recortes presupuestarios realizado por el Ejecutivo de Moreno Bonilla por mucho que al frente de esta Consejería esté Javier Imbroda, personaje político capaz de vender un peine a un calvo y con la misma pericia en el manejo de los resortes de la gestión pública que mi sobrino. Un inopinado consejero que, hasta esta misma semana, ha tenido de número 2 a una señora, Marta Escrivá, que tras su fulminante cese ha reconocido, con sus palabras, que no tenía ni la más bendita idea de cómo sacar adelante el ingente trabajo administrativo que pone a funcionar un departamento con casi siete mil millones de euros al año y del que dependen más 100.000 profesores y 1,6 millones de alumnos. Jugando a ser gestores públicos se llama la película. Del despropósito de cásting que ha hecho Ciudadanos entre los altos cargos de sus consejerías hablaremos otro día que hoy no toca. Pero insistimos, los Juanma & Sanlúcarman Band acaban de llegar.
Ando estos días estupefacto ante el culto mesiánico a la niña Greta y confieso sin pudor que aunque la muchacha me intimida –así no me regaña ni mi madre– convendría una figura de similar resonancia que pilotara el discurso por la emergencia educativa, que pasa necesariamente no por una vuelta a los métodos de antes, por mucho que los nostálgicos nos pongamos gallitos declinando el rosa rosae. Hablo de una voz que alertara en España del camino en picado al que camina este país si no pone en el frontispicio de sus prioridades la Educación, necesitada no de más reformas que eternicen la lucha ideologizante en el Congreso –ahí está el encarnizado debate de la Ley Wert que todavía estamos pagando–, sino un gran pacto educativo propio del siglo XXI con la tecnología como verdadero aliado de conocimiento (no como sustituto). Un gran pacto, deseo, que parta del intercambio de experiencias a partir del testimonio de profesores, de expertos independientes y de los responsables de llevar al éxito a países como, por ejemplo, la pequeña Estonia, cuarta en todo el mundo en lectura y ciencias y octava en matemáticas. Con una economía deprimida tras la dominación soviética, Estonia decidió apostarlo todo a la tecnología, también a la educación, como hizo su vecina Finlandia. Quien esto firma tiene un Nokia sin acceso a internet con una batería que dura de aquí a fin de Año mínimo y asisto con perplejidad al manejo que mis sobrinos tienen del mundo digital, pero ahí están los resultados.
Seguramente sea por nuestra condición mediterránea, tan dada al psicodrama y a las pasiones, mientras otros países de nuestro entorno han decidido invertir en una educación que tiene la excelencia como meta, en España todavía andamos enzarzados en restituir la autoridad del profesor en clase. El año pasado más de 600 profesionales requirieron ayuda psicológica o jurídica por violencia en las aulas y por falta de disciplina del alumnado. Y así nos va. «La riqueza es conocimiento y, sobre todo, es el conocimiento que permite el respeto ilimitado por los demás», abundaba Escohotado en esa charla con El Loco.
Por la vía familiar, conozco el ámbito educativo y me han contado anécdotas vividas en esas clases con alumnos difíciles –dejémoslo ahí– que habrían servido para el guión de «Mentes peligrosas». Y, a la vez, testimonios en primera persona de superación de alumnos con toda en contra –en Sevilla tenemos seis de los 15 barrios más pobres de España– que resumen por sí solos el sentido mismo de la educación pública. Lo dice nuestra Constitución –esa que el kamikaze en funciones no aprendió en la escuela– en su artículo 27.2: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales».
Me perdonarán ustedes que hoy no les lleve de flaneo por ningún rincón de nuestra geografía. Me he quedado en casa estudiando.
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