Coronavirus
A verlas venir
“Exactamente igual que no vimos venir la primera encerrona, caemos en la ingenuidad de descartar por completo una segunda solo porque nadie se atreve a imaginar lo contrario”
Si uno se pasea hoy por la calle, el que pueda, se sienta en una terraza, si es la del Paddy´s mejor que mejor, o simplemente va a currar, hay una corriente de unidad, en estos tiempos de masturbaciones obscenas de esa palabra, insólita. Todo el mundo coincide en que la vuelta al confinamiento es imposible, «si llegamos a eso nos hundimos», afirmamos mirándonos serios unos a otros, convencidos de nuestras palabras. Porque en este sindiós de expertos en pandemias, microbios, famas y cronopios, todos llegamos a comprender sin intermediarios ni complejas explicaciones que el tornillo que nos queda saltaría si volvemos a aplaudir a las ocho. El tornillo que aguanta, algo flojo ya, nuestra economía, no solo nuestras cabezas. Casi no quiero oír la canción buena de «Resistiré», la de los Barón Rojo, porque escuchar la otra me pone la piel de gallina y un nombre me lleva al otro; inimaginable hace unos meses como tantas otras cosas.
Y exactamente igual que no vimos venir la primera encerrona, caemos en la ingenuidad de descartar por completo una segunda solo porque nadie se atreve a imaginar lo contrario.
Según la regla del décimo hombre si ante una cuestión compleja de un consejo de diez personas las primeras nueve coinciden en el diagnóstico el décimo debe discrepar obligatoriamente y los otros nueve deben acatar su decisión. Es una táctica del sentido común que sirve para no descartar las eventualidades de que se cumplan tesis altamente improbables.
Si estamos todos en ese primer noneto ¿Quién es el décimo que debe discrepar? Es una cuestión de recursos, los números siguen subiendo a pesar de prohibirnos perder una zapatilla en el pogo de un festival, pasear por la playa de noche, refugio y motel de amores de verano, o agarrarnos una sana cogorza de pre (que no de pro) en un garito. De las de acabar agarrando a un amigo por el codo o por el hombro mientras le gritas al oído que el Johnnie Walker es el ron de los whiskys. Las buenas castañas de garito necesitan siempre a algún amigo agarrado del hombro o del brazo gritando improperios etílicos debido al volumen de la música. Pero claro, por eso mismo tiene sentido cerrarlos a pesar de que esto siga subiendo. Que con unas copas nos gusta mucho agarrarnos y gritarnos.
Y mientras tanto van abriendo los colegios con bajas cuánticas que aparecen en un sitio y después en otro sin pasar por ningún lado. Es física política teórica, una nueva rama del estudio de los fenómenos inexplicables de la cosa pública basada en ecuaciones que tienden al infinito y en ministros que se contradicen sin cumplir las más elementales reglas de la matemática en la que el orden de los factores sí altera el producto.
Menos mal que James Rhodes, novedoso cronista de la siesta, las tapas o bajar en pantuflas a la calle, está contento y nos quiere mucho. Una reunión entre Pedro Sánchez y Pablo Casado con Rhodes como mediador para que todo quede bonito y tenga muchos «likes», con tradicional pequeño concierto y largo discurso del músico, suena a disparate hasta que lo decida Iván Redondo. Que ya va tocando alguna sacudida surrealista para resetear de nuevo y frotarnos los ojos. Aunque para dar de comer al pajarito y demostrar que sigue siendo un hombre del pueblo, nuestro vice vuelve al pendiente de coco –casi tan viejo y pasado de moda como su propia ideología– y al moñete de moderno que algún día no muy lejano se verá tan ridículo por las generaciones futuras como nosotros vemos ahora ese horrible peinado que era el mullet. Pero tampoco hay que ser muy duro, la mayoría hemos pasado épocas de mamarrachos que las fotos del pasado chivan sin ningún respeto. En la adolescencia, claro.
Con los presupuestos se ha desatado una situación tarantiniana que, al contrario que en «Pulp Fiction» cuando la señora Wallace se niega a prometer no ofenderse ante una pregunta que no le ha sido todavía formulada, unos y otros los vetan y se vetan entre ellos sin conocerlos siquiera o conocer las propuestas contrarias. Ya lo dice el preclaro Rufián con su tono de monitor altivo de campamento cutre: solo negocian con fuerzas «mínimamente progresistas». Supongo que el progresismo mínimo se refiere a hablar solo con los tuyos, imponer tus condiciones sin negociarlas y si no les gustan pues te independizas y ya está.
Trapiello contaba el otro día en su columna que en el año 1956, en plena dictadura, Bergamín, Alberti y Pemán pasaron una velada en París en la que incluso llegaron a escribir juntos un poema. Menos mal que ninguno de esos poetas era mínimamente progresista porque entonces no hubiera habido manera. Y ya si nos vamos un poco más lejos igual volvemos a no ver venir que Trump gana las elecciones y con mayor margen. ¿El décimo, por favor?
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