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Ventana a la primavera «cruel y hermosa» que pasó de largo

Julio Llamazares brinda un relato poético y visual del confinamiento por el coronavirus desde su privilegiado encierro en un lagar extremeño

Reproducción de una de las acuarelas de Konrad Laudenbacher que ilustran el último libro de Llamazares
Reproducción de una de las acuarelas de Konrad Laudenbacher que ilustran el último libro de LlamazaresMelca Pérez

Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) abandonó su casa de Madrid el 13 de marzo pasado huyendo de una ciudad casi apocalíptica a la que el coronavirus sitiaría al día siguiente, como a toda España, en un confinamiento que se alargó tres meses. El escritor leonés puso rumbo a la sierra de Lagares, en Extremadura, aprovechando la grieta que todavía permitía el desplazamiento entre comunidades. Fue en un antiguo lagar habilitado como vivienda, propiedad de la familia de su mujer, donde inició un «viaje estático» en compañía de seis personas que, como él, pensaron que volverían en dos semanas y quedaron atrapados toda la primavera.

Llamazares experimentó en aquel escenario imprevisto la mayor contradicción que trajo consigo la pandemia de la Covid-19: el mundo se detuvo mientras la primavera explosionaba, aplicando una inusual cura de humildad a la especie humana, que se miraba así en el espejo de la destrucción que provoca. Sus reflexiones cristalizaron en «Primavera extremeña. Apuntes del natural» (Alfaguara), un relato poético donde lo mejor y lo peor de la naturaleza –la explosión de color y el virus-–conforman un fresco actual ilustrado por las acuarelas de Konrad Laudenbacher, vecino y amigo del escritor.

El día de su 65 cumpleaños, a final de marzo, empezó a registrar las emociones comprimidas y la cotidianeidad de sus días recreando así una intimidad común. Las preocupaciones y la sensación de tiempo detenido traspasaron paisajes salvajes y horizontes de ladrillo en todo el globo. «Fue un viaje estático porque estuve quieto en un lugar, pero sobre todo un viaje emocional y sentimental porque todo lo que estaba ocurriendo era tan vertiginoso que aunque no te movieras parecía que estabas cruzando muchos años de tu vida. En ese sentido este libro sí tiene algo de relato de viaje, pero también de diario, de cuaderno de campo... No sabría en qué genero definirlo», admite. Esa hibridación le permite recorrer libremente los senderos del ensayo o la simple observación humana recogiendo un momento social muy convulso de quietud aparente. Porque todos nos metimos en nuestras casas con reservas de ánimo para quince días y este fue decayendo con las sucesivas prórrogas del estado de alarma decretado por el Gobierno. «Eso es lo que más desmoraliza a la gente y esa zozobra permanece ahora –asegura–. Un día anuncian una vacuna y al siguiente una nueva cepa del virus. En los momentos de crisis la estabilidad emocional de las personas y de las sociedades es muy baja y eso se refleja en el relato de esa primavera cruel y hermosa que viví, mientras la mayoría de españoles estaban encerrados en sus casas». Consciente de que «yo era un privilegiado» por poder dar paseos al aire libre, no escapó, sin embargo, a la sensación general de volver a habitar un tiempo diferente, más intenso, que identifica con la infancia por lo perdurable que, reconoce, será en su memoria. Un tiempo de apariencia lenta que permitió una reflexión personal generalizada, obligados como estuvimos a visitar nuestro interior. «Hemos tenido tiempo para pensar, otra cosa es que nos haya servido para algo. En la sociedad española ha habido una reacción como en las guerras civiles, con ejemplos de grandeza pero también de enorme miseria, como ha pasado con los partidos políticos enfrentándose o la gente casi pegándose por el papel higiénico», opina. Llamazares defiende que en las crisis, como en los viajes, es cuando se conoce de verdad a las personas. En su caso, la convivencia fue «como en todas las familias»: atravesó dificultades pero no desarmó los vínculos. La recurrida frase de Tolstoi en el arranque de su Anna Karenina vino a darse la vuelta en el confinamiento: si «todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera», el «enemigo» común y las consecuencias derivadas del miedo que provoca la covid –tan contagioso o más que el virus– democratizaron de alguna manera las infelicidades.

El suyo es un relato aislado en primer término, como su estancia durante el confinamiento en el campo, pero cercano en el trasfondo al que cada uno pudo vivir. Evoca cómo el imaginario colectivo dio forma a un acompañante invisible que se sentaba a la mesa, caminaba a nuestro lado en el supermercado o podía posarse en nuestras manos al quitarnos la mascarilla que debía protegernos de él. Llamazares capta esa psicosis colectiva al explicar cómo el coronavirus se hizo un hueco en nuestras cabezas para pasar a ocupar nuestras conversaciones y nuestros silencios. En la poesía de sus reflexiones repara también en el cambio de mentalidad que la pandemia activó: cuando se supo que el virus viajaba en primera clase y en turista, el otrora país desvivido por el turismo se tornó desapacible para el de fuera, sacando sus dientes al viajero ocasional y a quienes volvían a sus segundas residencias –el propio escritor y su familia no fueron bien recibidos–.

Los días transcurren en el papel al ritmo lento que impuso el encierro, ya casi olvidado, cuando cualquier detalle despertaba la esperanza de quitarse de encima una amenaza que resiste al nuevo año, y que se aleja progresivamente de esa «Primavera extremeña» que acabó en junio con el regreso a Madrid y la melancolía de abandonar un lugar al que, como a la niñez, solo podrá volver en el espejismo de la memoria.