Manuel Rivas (La Coruña, 1957) –escritor, periodista, poeta– tiene el hablar pausado y las ideas le van brotando con la misma solidez con que las escribe en «Zona a defender» (Alfaguara), un libro cargado de munición para las conciencias.
Ha publicado dos manifiestos en dos años, ¿tan mal está la cosa?
No está bien... De todas formas son libros en tiempos un poco diferentes. El primero, «Contra todo esto», tenía un carácter más de «yo acuso». En este, el impulso tiene que ver más con Eros frente a Thanatos, con una excitación creativa.
¿En qué tiempo lo ha escrito?
Tiene que ver y no tiene que ver con la pandemia Yo no me siento más creativo por vivir esta época, más bien sientes que aunque te pongas a escribir estás en un estado de alerta y de inquietud. Sientes el engranaje del mundo, ese grito que está en el cuadro de Munch, como un grito planetario. El otro libro fue como andar campo a través y me llevó a otro paisaje: ya sabemos lo que no nos gusta y hay que preguntarse qué es lo que queremos y qué queremos proteger.
¿Cree que después de un siglo como el XX de repensar, de saber hacia dónde se quiere ir y buscar cómo, llegamos al XXI y pareció que todo estuviera hecho?
Efectivamente el XX fue un siglo de búsquedas, de vanguardias, de guerras terribles y digamos que en el tiempo en que vivimos hoy desaparecieron muchas cosas, sobre todo la pulsión de la utopía. El siglo XXI se veía como el siglo donde se iban a realizar, ya teníamos la varita mágica en la mano, que es el móvil, e iba a ser el siglo del solucionismo tecnológico. Y con lo que nos encontramos es que estamos haciéndonos las primeras preguntas otra vez.
Pero es necesario.
Totalmente, porque se había instalado esta idea de distopía. De repente, estábamos en un sistema que se había uniformizado en el mundo. Aparte de la idea del pensamiento único, era un sistema híbrido de capitalismo y autoritarismo. La crisis que estamos viviendo, sanitaria y por lo tanto dramática, es una especie de crisis de crisis. Estaba la idea establecida de que este sistema causa injusticia y desigualdades, como tara inevitable, pero resultaba eficaz. Ese era el mantra. Pero ahora vemos que es un sistema que causa injusticia, que causa desigualdad y tampoco es eficaz.
Esto ya lo sabíamos: el capitalismo causa desigualdad. Venimos de una crisis brutal que han llamado económica, pero que es social.
Sí, pero estaba la idea establecida de que el sistema funcionaba y era eficiente. Era lo que repetían los gurús y la opinión establecida. Pero ahora vemos claramente que es un sistema ineficiente, incluso en las cuestiones básicas de garantizar la seguridad de la gente. Y sobre todo lo estamos viendo con la extralimitación ecológica insostenible en la que vivimos. Lo que necesitamos, como decía Benjamin, es frenar la locomotora.
¿Cómo llegamos ahí si estamos instalados en lo contrario?
La primera revolución sería una revolución óptica, de ver aquello que está oculto o resulta incómodo. Recuperar la mirada, la capacidad de escucha, aprender a relacionarnos de otra forma, entre nosotros y con la naturaleza. Nos hemos acostumbrado a pensar que somos una especie invencible. Y de repente ves que la especie humana es prescindible. Todo eso funciona porque las fábricas más rentables son las fábricas de mentiras y creo que hay que hacer aquello que pedía Thoureau de salir del establo y escaparse a los prados.
En esos pequeños ensayos alude a la llegada de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos, cuando introduce el término «hechos alternativos».
Sí, la verdad o la realidad alternativa son eufemismos de lo que siempre se ha llamado mentira. Esta expansión de un pensamiento bruto necesita ese envoltorio. Hay un momento interesante dentro del neoconservadurismo, con pensadores como Milton Friedman, que tenían esa idea de que todo se puede privatizar, incluso el aire que respiramos. Llegó un momento en que esta gente, que veían que en EEUU y otros países no ganaban elecciones, se dio cuenta de que no podían andar diciendo por ahí lo que iban a hacer.
Podían hacerlo pero no decirlo...
Claro, entonces decían lo que la gente quería oír: le damos esos hechos alternativos y después vamos a hacer lo que nos dé la gana. Hubo este cambio y de ahí surgió esto que llamamos populismo, que para mí no deja de ser un fascismo de segunda mano, es un «remake», pero con componentes de un lenguaje moderno.
A raíz de estos movimientos han surgido unas políticas de emociones, que arrastran a la gente, pero no se tiene claro a veces cuál es su ideología.
Yo hablo también de un modernismo reaccionario porque hay una expropiación del lenguaje y de ideas que antes podían significar una cosa y hoy significan otra. Vemos cómo se ha sustraído el sentido de palabras como libertad. Aquello que decía Orwell de tener cuidado porque el nuevo fascismo podía venir enarbolando la libertad y de alguna forma está pasando eso. Lo vemos en el tema de la pandemia con los negacionismos, con esa gente que sale diciendo que está ejerciendo su libertad.
¿Una premisa general sería desconfiar de quien viene a liberarnos, sea en lo personal o en lo político?
Sobre todo creo que tenemos que desarrollar el sentido de compartir, recuperar los afectos, estar alerta y detectar que quien se presenta como liberador lo que quiere es dominar. Este sistema de convivencia que es la democracia necesitamos que, además de ser efectivo, sea una democracia afectiva. Efectiva y afectiva.
Con la distancia que marca la pandemia, volver a los afectos va a costar mucho.
Sí, quizá la peor enfermedad es el miedo porque nos paraliza. Creo que hay como un hilo secreto entre generaciones que de alguna forma se ha roto. Esa idea de apoyo mutuo, de transmisión, de saberes que tienen que ver con los auxilios... Lo peor que puede pasar es esa fractura entre generaciones, eso sí que sería una autodestrucción, y cada vez hay menos espacios donde convivan distintas generaciones. Son tareas que tienen una apariencia modesta, no responden a la grandilocuencia, pero tenemos que recuperar para empezar esa ligera inclinación que supone intentar oír lo que dice el otro.