"Las crónicas del salitre"

Lo mínimo es dar las gracias

“Admiro a esta gente, la que vigila que una fiesta, un concierto o cualquier celebración no se convierta en un velatorio. Hablo de la gente de la Guardia Civil, de la Policía Nacional, Autonómica, de la Local y también de la seguridad privada”

José Luis Salas

Son las 4 de la tarde en un día cualquiera del mes de agosto en la carretera que me lleva de Madrid a Marbella. La «pelúa» que cae es la responsable de que no se muevan ni los bichos, tan solo parece existir el sonido «jartible» de las chicharras. Voy comiendo kms. casi en solitario y fijo que quien inventó el aire acondicionado para el coche tiene una parcela a su nombre en el cielo, si este existiera o existiese. Tras una pronunciada curva, aparece el vehículo de la Benemérita –«La meretérica» que renombrase el glorioso Don Gregorio, Chiquito de la Calzá– . «Il mío carro» marchaba con la radio a toda mecha, respetando normas y velocidad; así que cuando pasé a su altura saludé con la mano a los dos agentes sufridores, porque, insisto, deberían estar arreando como 40º a la sombra, y lo mínimo es un gesto de educación, que por supuesto fue correspondido. Admiro a esta gente, la que apechuga cuando muchas y muchos vacacionean, la que vigila que una fiesta, un concierto o cualquier celebración no se convierta en un velatorio. Hablo de la gente de la Guardia Civil (¿Lo de la equiparación salarial con otras fuerzas del orden público «pa cuándo»?), de la Policía Nacional, Autonómica, de la Local y también de la seguridad privada, porque los marrones son para todos y en este trabajo se funciona las 24 horas, que no hay tutía del vuelva usted mañana, que aquí ya hemos echado la cancela. Confieso que cuando me topo con un control en la carretera o una calle, cierto cosquilleo nervioso me recorre la rabadilla, pero también, ya hace mucho, aprendí que todo elemento y elementa paganini, quienes damos forma a este corral llamado sociedad, debemos empezar a preocuparnos si no se hiciesen, porque los mundos ideales solo existen en los dibujos animados… y ya ni eso. Hace un puñado de años viví un momento «de la verdad» cubriendo un concierto de los Guns & Roses. Todo iba bastante bien, sabiendo que allí estábamos unas 40.000 personas celebrando el rock & roll en todo su esplendor. Una vez comenzada la actuación de la banda angelina, que estaba en su más glorioso momento, noté cómo mi cuerpo era movido ajeno a mis ordenes mentales. A los pocos segundos descubro que la inmensa grada es la que parece cobrar vida debido a los bailes y saltos de la muchedumbre. Huevos de corbata. Dejo de mirar al escenario y hasta me olvido de la crónica radiofónica que debía hacer en 10 minutos. Veo a dos policías nacionales que tampoco atienden ni al Axel, ni al Slash ni a la madre que los parió. Me acerqué e identifiqué, y lo primero que me dijeron fue «tranquilidad», que esa grada ya ha soportado incluso mayores movimientos, que además en ese momento más de 20 compañeros y seguridad privada estaban revisando que todas las salidas de emergencia estuviesen correctamente. Un rato después, ligeramente más tranquilos, el más pureta de los dos me confiesa que tiene todos los discos de los Guns & Roses, que si no estuviera de servicio, estaría saltando y cantando junto al escenario, «no como mi joven compañero –señaló y remató–, que al jodío muchacho solo le gustan las sevillanas».