Tribuna

La cuestión del lenguaje inclusivo

El Catedrático de Lingüística General de la Universidad de Sevilla afirma que "quienes defienden el desdoble de género para visibilizar a la mujer, promocionan el uso del nuevo pronombre elle, que hace justo lo que se supone que hace el masculino genérico: invisibilizar".

Ilustración sobre la cuestión del lenguaje inclusivo
Ilustración sobre la cuestión del lenguaje inclusivoLa Razón

Como trataré de razonar en este artículo, la cuestión del lenguaje inclusivo es un fenómeno poco interesante para un lingüista. Puede serlo algo más desde un punto de vista sociológico. No obstante, permite reflexionar sobre algunos de los prejuicios (en el sentido más neutro del término: ideas que uno tiene antes de estar informado adecuadamente sobre algo) que existen acerca de la naturaleza de las lenguas y de sus relaciones con nuestro modo de pensar, de sentir, y de vivir en sociedad. En eso trataré de centrarme.

En general, cuando se habla de lenguaje inclusivo se está uno refiriendo a políticas lingüísticas destinadas a erradicar los estereotipos, normalmente desfavorables, que encierra una lengua sobre las mujeres u otros colectivos históricamente marginados. Un ejemplo clásico sería el matiz peyorativo que adquieren muchas expresiones masculinas cuando se vuelven femeninas (no es lo mismo ser un zorro que ser una zorra). En otras ocasiones se trata de cuestiones gramaticales, como sucede con el denominado desdoblamiento de género o los pronombres llamados neutros o inclusivos.

En el primer caso, estas políticas promueven que las formas masculinas en su uso no específico (es decir, cuando niños alude a niños y a niñas) se presenten siempre acompañadas de las femeninas (o sea, que digamos niños y niñas). La justificación de esta medida es que de este modo se visibiliza a las mujeres (si hay realmente niñas, ahora se oye la palabra niñas) y acaso, se vuelve más precisa la referencia (ahora niños deja de ser ambiguo, porque al oírlo sabremos que solo hay varones incluidos, en lugar de tener que inferirlo del contexto o preguntarlo a nuestro interlocutor).

Dejaré al margen de la discusión los argumentos filológicos acerca de la escasa plausibilidad del carácter sexista, ya en origen, del masculino, dado que en las lenguas indoeuropeas como el español esta marca está asociada en un principio a la animacidad (la distinción vivo/inerte) y no tanto al sexo (la distinción macho/hembra). En realidad, al hablante corriente la historia de la lengua le importa bastante poco a la hora de usarla (solo conoce la lengua que habla, y no le influye cómo pudo haber sido la lengua en el pasado). Me parece más interesante, en cambio, centrarme en lo que nos diría al respecto el lingüista.

Para empezar, nos haría ver que cualquier palabra invisibiliza, porque etiqueta de la misma manera una realidad que es en sí multiforme y diversa. Cuando usamos silla para hacer referencia a dos sillas distintas, estamos invisibilizando lo que las diferencia. Es la misma invisibilización que cuando usamos hombre en sentido genérico. Y, de hecho, al emplear esta palabra no solo estamos invisibilizando a las mujeres, sino también a los niños (como grupo de edad), a los ancianos (aunque a su vez decir ancianos invisibiliza a las ancianas) y a un largo etcétera de grupos en los que podemos clasificar a las personas y que tienen, o deberían tener (si no queremos invisibilizarlos) su propia etiqueta identificadora.

¿Por qué no existe un género gramatical para los autistas? ¿O mejor aún, un pronombre plural exclusivo (esto es, un nosotros que nunca pueda significar ‘tú y yo’), para reflejar su deseo de independencia? Claro que si quisiéramos ser totalmente consecuentes y visibilizar al máximo la diversidad de los seres humanos, al final tendríamos que recurrir a los nombres propios. Memorizar nombres propios para las sillas parece absurdo… aunque alguien podría decir que puede resultar igual de absurdo usar dos palabras (niños y niñas) cuando con una (niños) es suficiente para denotar un grupo de personas de corta edad. De hecho, categorizar la realidad (esto es agrupar estímulos en una sola entidad en función de su semejanza de forma o de función) es algo que hacemos constantemente (por ejemplo, no hay siete colores en el arcoíris, sino que agrupamos un continuo de longitudes de onda en siete grupos diferentes: los siete colores). Lo que hace luego la lengua es ofrecernos etiquetas (las palabras) para aludir rápida y cómodamente a esas categorías (rojo, azul, etc.). Y como nuestra memoria es finita y la realidad es casi infinita (como lo es también el número de categorías que podemos establecer en ella), el número de palabras siempre será inferior al de categorías posibles. Dicho de otro modo, toda referencia a la realidad a través del lenguaje es obligatoriamente un ejercicio de invisibilización.

Tras esta aburrida disquisición, llegamos ahora al punto más importante de la cuestión que nos ocupa: cómo y quién decide qué palabras tendrá la lengua (o qué usos tendrá una marca gramatical, como la de género). Lo que nos dirá nuestro lingüista es que, en esencia, las lenguas tienen palabras (lexicalizan) o llevan a su gramática (gramaticalizan) aquellos aspectos de la realidad que son importantes para sus hablantes, que suelen ser los de índole cultural. Efectivamente, en español hay dos géneros (y restos del género neutro que había en latín). Pero en otras lenguas, como el dyirbal, que se habla en Australia, hay cuatro y la asignación de las palabras a cada género puede parecer, al menos vista desde fuera, bastante caprichosa. Por ejemplo, tienen género I los sustantivos aplicados a hombres y a las diferentes especies de canguros, mientras que poseen género II los nombres que se refieren a las mujeres y a la mayor parte de las especies de pájaros. Esto es así porque en la mitología dyirbal las mujeres se convierten en aves cuando mueren… algo parecido a lo que explica que luna sea un sustantivo masculino en polaco, puesto que para los antiguos eslavos la Luna era un dios y no una diosa. Es obvio que estudiando qué se lexicaliza y qué se gramaticaliza en una lengua podremos averiguar bastante sobre los valores de la cultura que la habla. Si la lengua trata de forma diferente a hombres y mujeres (por ejemplo, si hay pronombres diferentes para ambos sexos), es muy posible que en esa sociedad hombres y mujeres hagan vidas bastante separadas… o si las mujeres poseen un menor estatus social, es posible que el género gramatical masculino incluya al femenino o que sean las formas masculinas las que posean un valor apreciativo.

Un escenario como el anterior parece legitimar la aplicación de políticas lingüísticas como el lenguaje inclusivo. Después de todo, la causalidad debería de funcionar en sentido contrario, ¿no? Si la lengua codifica ciertos estereotipos, la transmisión de la lengua de una generación a la siguiente contribuirá a perpetuarlos, de modo que si eliminamos de la lengua estos elementos indeseables, estaremos ayudando a que los estereotipos (sexistas o de otro jaez) se hagan menos frecuentes o incluso terminen desapareciendo. Hay algunas objeciones que hacer al respecto desde el campo de la lingüística. Para empezar, en lo que se refiere a la codificación que hace la lengua de los valores y las actitudes sociales hay toda una gradación al respecto, y sobre todo, en la percepción consciente que podamos tener de dicha codificación (y por tanto, en qué medida afecta a nuestro comportamiento). Es más evidente en el plano léxico (todos tenemos muy claro que decirle a una mujer eres una zorra es insultarla gravemente), pero es más elusiva en el plano gramatical (¿de verdad que cuando decimos niños habiendo niñas presentes lo que pretendemos es hacer que se sientan excluidas?). Por otro lado, si comparamos unas lenguas con otras, no siempre encontramos la esperada correlación entre, por ejemplo, un menor estatus de la mujer y el uso genérico del masculino. Así, una lengua como el turco no marca gramaticalmente el género. ¿En serio defenderíamos que la sociedad turca invisibiliza en menor medida a la mujer que la española? Y viceversa: hay lenguas habladas por sociedades de cazadores recolectores, en las que la igualdad entre hombres y mujeres es mucho mayor que en buena parte de las sociedades industrializadas, que distinguen gramaticalmente el género. ¿Entonces?

En todo caso, incluso si fuera posible encontrar una correlación estadísticamente significativa entre la desigualdad en el trato a la mujer y el uso del masculino genérico en las lenguas del mundo, lo único que podríamos concluir es que la mayor parte de las sociedades humanas se ha organizado tradicionalmente siguiendo criterios más o menos patriarcales (nada que no supiéramos ya, en realidad). Ahora bien, de ahí a concluir que desdoblando el género, por ejemplo, lograremos construir una sociedad más igualitaria es sobrestimar el poder que la lengua que hablamos tiene a la hora de condicionar cómo percibimos y procesamos la realidad. Sería como venir a decir que si uno elimina los tacos de una lengua la gente se volverá más cortés. Es evidente que se puede ser muy maleducado sin utilizar palabras malsonantes (por ejemplo, recurriendo al sarcasmo). O, por poner otro ejemplo, sería como defender que no se puede ser racista si a uno le prohíben usar palabras como negrata o blancucho. Algo así se conoce en Lingüística como la hipótesis Sapir-Whorf. Esta hipótesis viene a defender que las categorías que tiene la lengua que hablamos (una de ellas sería el género gramatical, que nos ha venido sirviendo como ejemplo a lo largo del artículo) condiciona cómo vemos e interpretamos la realidad. Si esta hipótesis fuese cierta, deberíamos realmente poder eliminar el sexismo suprimiendo los términos peyorativos hacia las mujeres o conseguiríamos hacerlas más visibles usando el desdoblamiento.

Algo parecido (solo que en negativo) pretendía el Ministerio de la Verdad en la novela de George Orwel 1984: la neolengua alumbrada desde dicha institución, pensada para reemplazar al inglés en el Estado gobernado por el Gran Hermano, carecía intencionadamente de palabras como democracia, precisamente para evitar que los ciudadanos de Oceanía luchasen por conseguir una sociedad más justa: ya sabes, no puedes pensar (ni desear) aquello para lo que tu lengua no tenga palabras. En su formulación más extrema esta hipótesis es falsa: podemos pensar, de hecho, miles de cosas para las que carecemos de términos que las denoten en nuestra lengua. Por poner el caso, no hay una palabra para la mezcla de añoranza y bienestar que nos invade cuando mordemos, un verano más, el primer trozo, bien frío, de sandía al comienzo de la estación. Seguramente, si esta sensación fuese culturalmente importante, tendríamos en español una palabra para ello, como pasa en portugués con la combinación de melancolía y nostalgia que llaman saudade.

No obstante, multitud de estudios psicolingüísticos sugieren que una forma más débil de la hipótesis Sapir-Whorf podría ser cierta. Así, por ejemplo, es verdad (y este efecto se puede cuantificar en el laboratorio) que la lengua que hablamos focaliza nuestra atención en aquellos aspectos de la realidad para los que sí tenemos palabras. En español contamos, por ejemplo, con palabras diferentes para verde y azul. Eso hace que nos percatemos mejor del contraste entre ambos colores que los hablantes de vietnamita, que usan una misma palabra para referirse a ambos colores. Como es fácil de advertir, estos efectos son muy sutiles: después de todo, también los vietnamitas distinguen si se ha puesto una camisa azul o una verde… aunque digan en ambos casos que la camisa es de color xanh. ¿Y adónde nos lleva realmente todo esto? En esencia, a que posiblemente sea mucho más efectivo luchar por medios no lingüísticos para cambiar la sociedad y volverla menos sexista (por ejemplo, promoviendo leyes que faciliten la incorporación de la mujer al mercado laboral o persiguiendo a las empresas que pagan más a los hombres por hacer el mismo trabajo que las mujeres), y dejando simplemente que la lengua acabe reflejando estos cambios, que imponer desde arriba (es decir, desde instancias gubernamentales o grupos de presión) cambios en la lengua esperando (algo ingenuamente) que acaben transformando la sociedad. Si lo pensamos, el uso de usted en español es cada vez más restringido. Si hace un siglo uno llamaba de usted a su propio padre, hoy la dependienta de una tienda a la que no conocemos de nada nos trata de tú. Usted es un honorífico, lo que quiere decir que se usa para marcar estatus. Posiblemente todos estemos convencidos de las bondades de una sociedad más igualitaria en términos de estatus. Y, sin embargo, no ha habido ninguna campaña destinada a promover el uso de tú y a erradicar el uso de usted es aras de conseguir una mayor equidad social: simplemente, usted ha dejado de usarse (o se usa menos que antes para marcar estatus y más para marcar distancia social) porque la sociedad se ha hecho más igualitaria por razones ajenas a la lengua.

Para terminar, es pertinente subrayar que usar el lenguaje inclusivo no va en contra de ninguna regla fundamental de la gramática, ni del español, ni de las lenguas en general. Algunos detractores del lenguaje inclusivo afirman que el desdoble es antieconómico, porque obliga a hablar más para decir lo mismo. Pero no todo en la lengua está diseñado por un ingeniero obsesionado por minimizar costes y maximizar funciones. Por ejemplo, cuando decimos nuestra prima inglesa, hemos marcado en femenino las tres palabras que forman el sintagma. En realidad, para indicar que se trata de una mujer bastaría con haber marcado solo el sustantivo…o no marcar nada, como hacen muchas lenguas, con lo que saber si estamos hablando de nuestro primo o de nuestra prima es algo que hay que inferir del contexto. Y nadie se queja de que decir nuestra prima inglesa sea redundante o antieconómico. Y viceversa.

Quienes defienden el lenguaje inclusivo, a la vez que defienden el desdoble de género para visibilizar a la mujer, promocionan el uso del nuevo pronombre elle, que hace justo lo que se supone que hace el masculino genérico: invisibilizar. Con esto quiero decir que, como los propios fenómenos que pretenden corregir, tampoco las supuestas soluciones inclusivas son sistemáticas ni están motivadas funcionalmente (ni pueden estarlo, porque una lengua no es un coche o un lavavajillas). Y desde luego, ni los propios defensores del lenguaje inclusivo lo usan de modo sistemático al hablar tampoco (a veces desdoblan y muchas veces no). Al final, usar o no el lenguaje inclusivo debería ser una cuestión de cortesía. Igual que en ocasiones pedimos que nos llamen Manolo y en otras ocasiones, que se dirijan a nosotros como Dr. García, o que unas veces nos traten de tú y otra de usted, habrá que aceptar que haya personas que quieran ser tratadas de elle o que desdoblen los pronombres (él y ella) cuando hablan. Pero de igual modo que, como apuntábamos antes, no se ha impuesto por decreto un cambio en el uso de tú y de usted, ni se han editado manuales de estilo al respecto, tampoco parece razonable que se nos obligue a todos los hablantes a decir elle o a desdoblar.. y esto debería valer también para el único ámbito en el que el lenguaje inclusivo parece haber arraigado con mayor o menor fortuna: el de la Administración…. lo cual es significativo del poco éxito que suelen tener los cambios lingüísticos que no son promovidos por los verdaderos dueños de la lengua: los hablantes.