Tribuna
A nuestra imagen y semejanza
"Asistimos a un nuevo cambio tecnológico, social y cultural de gran calado: la irrupción de la inteligencia artificial (IA) de carácter generativo"
Como ha pasado con internet, y como ocurrió antes con la televisión, y mucho antes con el libro, asistimos a un nuevo cambio tecnológico, social y cultural de gran calado: la irrupción de la inteligencia artificial (IA) de carácter generativo, esto es, capaz de producir conocimiento por sí sola a partir de los datos a los que tiene acceso. Herramientas como ChatGPT o DeepSeek no solo permiten, por tanto, obtener rápidamente información de todo tipo y en toda clase de formatos sobre cualquier cuestión de interés, sino que pueden crear textos, imágenes o vídeos originales, e, incluso, buscar soluciones a los problemas que les planteemos. Por ejemplo, pueden ayudarnos a saber qué cambios demandaría un determinado catalizador para acelerar u optimizar la reacción química sobre la que actúa. O a seleccionar una decena de vacunas especialmente prometedoras de entre miles de alternativas posibles, acortando así los plazos de producción de una que logre frenar una enfermedad emergente. O a diseñar sillas más ergonómicas sin necesidad de ocupar en ello a un equipo de ingenieros durante meses en costosos laboratorios. Sin duda, las ‘IAs’ van a modificar, en particular, todo lo relacionado con la educación. El acceso a la información no solo será más rápido y rico, sino personalizado. Podremos aprender socráticamente, dialogando con ellas. Nos expondrán la materia de un modo que se vaya adaptando a nuestros conocimientos, pero también a nuestras capacidades de aprendizaje y a los fines a los que queremos dedicar lo aprendido. En nuestro viaje formativo, contaremos con un guía atento e inasequible al desaliento. Es evidente, por tanto, que ciertos modos de enseñar y de aprender van a quedar obsoletos (la clase magistral es un claro ejemplo), como sucederá también con determinados tipos de trabajos académicos (es dudoso que los manuales o los artículos de revisión vayan a seguir siendo escritos por humanos).
Todos los cambios culturales experimentados por nuestra especie han alterado de algún modo nuestra manera de sentir, pensar y vivir. La aparición del libro, por poner el caso, volvió menos eficaz nuestra capacidad memorística, pero democratizó el saber y hasta facilitó el auge de la burguesía y el fin de la sociedad estamental. Cabe esperar lo mismo de la llegada de las ‘IAs’, aunque a lo mejor sus beneficios no son tantos como aventuran sus promotores y la adaptación a ellas resulta más traumática de lo que aventuramos. Porque sucede que no somos solo una mente embarcada en la búsqueda de información objetiva sobre la realidad. Somos también un cuerpo en constante interacción con el entorno. Gran parte de lo que conocemos no es producto de nuestras lucubraciones, sino de lo que nos transmiten nuestros sentidos. Sabemos de una rosa no solo que es un tipo de flor, sino que huele de cierto modo (muy difícil de describir, por lo demás) y que tiene un tacto particular (que como se deja definir mejor es, seguramente, mediante la evocación del contacto de nuestros dedos con uno de sus pétalos). Por otra parte, no buscamos únicamente conocer lo que nos rodea, sino que también queremos experimentarlo, que despierte en nosotros sensaciones y sentimientos, cuanto más diversos, mejor: sorpresa, interés, placer… Dicho de otro modo, no somos solo un chispazo eléctrico entre dos neuronas, sino también un delicado cóctel hormonal. Cuando se trata de las personas, no nos limitamos a interactuar con ellas para transmitirles lo que sabemos o para que compartan con nosotros lo que conocen, sino que buscamos, asimismo, sentirnos confortados o proporcionar consuelo, ser queridos o transmitir afecto. Nada de esto tiene cabida en los diálogos que mantenemos con las ‘IAs’ que hemos desarrollado hasta la fecha. Por todo ello, seguiremos necesitando salir al mundo y, sobre todo, abrirnos a los demás.
El problema estriba en que no nos hemos limitado a fabricar herramientas como ChatGPT, sino que están ya próximos robots con sensores sofisticados capaces de interactuar con el entorno de modo semejante a como lo hacemos los humanos. Debatimos con verdadera fruición si existen diferencias entre las actuales ‘IAs’ y nosotros: ¿tienen conciencia?, ¿libre albedrío?, ¿sentimientos?, ¿genuina creatividad? ¿Pero qué ocurrirá cuando las acoplemos a tales robots? ¿Qué surgirá? Sin duda, algo casi idéntico a un ser humano, aunque esté hecho de materiales distintos y opere según procedimientos diferentes. ¿Acaso no trabaja así la propia naturaleza? Constantemente, confiere nuevas funciones a elementos surgidos para resolver problemas de otra índole (como cuando las plumas, evolucionadas para aislar térmicamente a algunas especies de dinosaurios, pasaron a emplearse para sustentar a las aves durante el vuelo) o crea diseños parecidos con piezas de diferente origen (como pasa con las alas de insectos, murciélagos y pájaros, que son estructuralmente muy diferentes, si bien todas permiten volar con gran eficacia). En todo caso, lo que nazca será necesariamente una versión mejorada de nosotros mismos: incansable, casi omnisciente, infinitamente creativa, prácticamente indestructible, siempre empática…carente, por tanto, de los déficits de diseño o las limitaciones que presentamos las personas. ¿Qué haremos entonces con nuestras vidas? ¿En qué ocuparemos nuestro tiempo cuando las máquinas lo hagan todo por nosotros y mejor que nosotros?
En realidad, algo parecido ocurre ya, solo que en menor medida. Ya contamos con todo tipo de dispositivos que facilitan nuestra vida, desde tractores que aran nuestros campos, hasta libros que preservan el conocimiento y la memoria de lo que fuimos. Y ya existen a nuestro alrededor seres más inteligentes que nosotros, más capaces, nobles o desinteresados, aunque sigan siendo de carne y hueso. Sabemos bien que ante esto solo caben dos alternativas: abandonarnos a la autocompasión y dejarnos llevar por la molicie, o esforzarnos por ser autónomos y mejorar en la medida de lo posible nuestra pequeña parcela del mundo. A otros niveles sí parece que hayamos entendido que la mejor opción es la segunda. Disponemos de coches y aviones capaces de llevarnos casi al instante a cualquier parte, pero con frecuencia preferimos andar o movernos en bicicleta. Y a pesar de contar con grúas y ascensores que centuplican nuestra fuerza, vamos semanalmente al gimnasio para levantar pesas y tratamos de subir andando hasta nuestro piso siempre que podemos. De algún modo, quizás instintivo, sabemos limitar el impacto negativo de la tecnología en nuestras vidas, incluso de la más reciente. En la práctica, usamos nuestros potentes móviles para chismorrear y curiosear en la vida de los demás, lo que ha sido nuestra principal ocupación desde siempre en tanto que primates sociales. Y nos sentamos frente a nuestras sofisticadas televisiones para que nos cuenten historias, como hacían nuestros antepasados al caer la noche al reunirse junto al fuego. Hoy podemos conectarnos con cualquiera en cualquier parte del mundo y ver qué sucede en cada rincón del planeta, pero al final preferimos pasar el tiempo con familiares y amigos, y pasear por las calles de nuestra infancia. Afortunadamente para nosotros, nuestra biología, que cambia a paso de tortuga, nos protege, al menos parcialmente, del impacto de nuestra tecnología, que progresa a la velocidad del rayo.
Para terminar, es difícil de entender este empeño por crear máquinas a nuestra imagen y semejanza, como si toda esta revolución tecnológica viniese motivada, en último término, por el infantil afán de emular al Dios del Génesis. Lo que convendría hacer es diseñarlas para que sean tan diferentes a nosotros como sea posible, y para que se ocupen únicamente de lo que se nos da mal a nosotros. Y por nuestra parte, deberíamos potenciar (o incluso reaprender) todo aquello que nos hace humanos, que no es solo la capacidad de pensar de forma compleja sobre el mundo y de transformarlo mediante ingeniosas herramientas creadas por nuestra mente, sino, sobre todo, el impulso de cooperar con los demás para que la vida sea algo más llevadera en un universo en el que la existencia es una guerra sin cuartel de todos contra todos. Frente a una sociedad que parece abocada al exceso, la velocidad, la soledad y la dependencia, hay que vindicar la templanza, la lentitud, la empatía y la autosuficiencia. No son solo estrategias que nos permitirán sobrevivir a un hipotético (aunque nada probable) colapso tecnológico, sino, sobre todo, darle un sentido a nuestra vida cuando las ‘IAs’ sean finalmente capaces de escudriñarlo todo, comprender cualquier cosa, resolver todos los enigmas y crear lo inimaginable. Como dejó escrito Goethe, «la felicidad es hija de la moderación».