
Semana Santa / Domingo de Ramos
Sagrada Cena: la luz de las horas
"Un manto de albas túnicas se remueve inquieto en los instantes previos a la salida"

Sabido es que los teóricos que participaron del Barroco, experimentaban una sensación diferente a lo que la corriente gótica pretendía construir con esa simbiosis de la luz que se percibe a través de ventanales alargados hasta casi el infinito, para, mediante sus profusos y cromáticos mantos cristalinos llevar al creyente más cerca de Dios.
El nuevo Estilo cambia esa impresión y nos aproxima más al mundo íntimo del templo, donde el efectismo y emocionalidad de mil arabescos y encajes imposibles de la madera, tratan de mostrarnos a través de ese particular ensamblaje, la Idea Divina desde una perspectiva interiorizada.
Pero no todo es así. Existen excepciones en la arquitectura de nuestros templos y la sevillana Iglesia de Nuestra Señora de la Consolación, erigida por la Franciscana Orden es uno de ellos. Sobre todo, en días determinados, entre los que destaca sobremanera el Domingo de Ramos: Un manto de albas túnicas se remueve inquieto en los instantes previos a la salida, tras la Santa Misa a la que asiste un grupo escogido, a veces no supera el medio centenar, que les ha permitido preparar sus conciencias para el Acto en el que van a participar.
Como rememoración de una abadía, las horas previas han transcurrido desde que, idealmente, se entonaron los maitines, seguidos de laudes, hasta alcanzar la hora tercia - sobre las diez y media de la mañana - en la que los primeros hermanos hacen acto de presencia con sus impecables ternos azul marino y la medalla al pecho sostenida por cordón carmesí. Llegada la hora sexta, el templo debe cerrarse y así, tras un leve paréntesis, iniciar los preparativos, revestidos con el hábito ceñido por el recio esparto. Y al fin, el momento esperado, la postrera de las llamadas horas menores, la hora nona, cuyo canto se alza al cielo cuando se han rebasado las tres de la tarde. Es el momento en el que se abrirán las puertas del templo un año más, un siglo más, dando paso al Árbol de la Cruz.
Tras Él, la doble sierpe de blancas túnicas, rematadas por el coral de unos cirios que guardan su luz aún apagados y al poco: la Institución de la Eucaristía, se abre paso a los sones cigarreros del singular conjunto que se aglutina como la Banda de Cornetas y Tambores de Ntra. Sra. de la Victoria.
Al alejarse el Misterio Eucarístico, se va haciendo el silencio. El pueblo, sabio, algo intuye de manera imperceptible, que hace enmudecer sus labios. El Señor de la Humildad y Paciencia, silente, callado, expresando cuán trascendente es su doble advocación, es sabedor de su Sacrificio en el Monte Calvario y casi sin darnos cuenta, con infinita ternura de quienes lo portan, se va elevando a los cielos, en su primera llamada. El templo guarda recogimiento y el Señor avanza quedo. En ese momento, se produce el milagro: desde un ventanal, un rayo de sol surgido de la nada, como el dedo de Dios Padre en la Creación, parece querer señalar que ese es su Hijo Muy Amado y su cálido reflejo lo envuelve como preservándolo de todo mal.
Es tan solo un instante, pues Él debe seguir para dar testimonio de la inexorable inmolación que ha de padecer por nosotros. Dios Padre lo sabe y hace que el sol se atenúe hasta ocultarse tras aquel ajimez único. Las calles, empero, se revisten de una alegre sensación al ser partícipes al hispalense modo, de un acontecimiento singular: la celebración de la Semana Santa, aunque para muchos no haya calado lo profundo de su significado. Cuando resuenan las Vísperas - son las siete de la tarde - y el cortejo se acerca a su verdadera razón de ser: La Estación de Penitencia a la Santa y Metropolitana Catedral, que dentro de pocos años celebrará el sexto centenario de su bendición. Motivo éste más que suficiente para recordar y ensalzar a quiénes tuvieron el arrojo de acometer tamaña obra, dando ejemplo a las actuales generaciones. Como colofón de este día inolvidable, se entonan las Completas -cuando las agujas del reloj señalen las diez menos veinte de la noche- y el cortejo penitencial, pausadamente, haya subido la Cuesta llamada del Rosario. Todavía resta un lento y cansino caminar como si quisieran asir ese cúmulo de vivencias que durante esas horas sacudieran todo nuestro ser.
Pero se acerca el final: La Cruz se detiene ante la puerta franciscana, en tanto muchos nazarenos, en la oscuridad de Sol, experimentan el dolor de la Penitencia, sabedores con íntimo regocijo, de haber sido partícipes en un acto inolvidable, que rememorarán todo un año. El día se alargará aún un tiempo, mientras a lo lejos resuenan los ecos de Tejera, interpretando una música que rezuma Subterráneo entre doce columnas argénteas que rodean ese llanto hecho luz con lágrimas de cera. Ella, Nuestra Madre, será quien reciba el cariño cálido de los últimos nazarenos que, como un recuerdo, rozan con sus manos el más singular de los respiraderos en tanto acontece el comienzo de un nuevo día: Es Lunes Santo.
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