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«Golpéale fuerte»
El título Golpéale fuerte no es mío lo he tomado prestado de una portada de The Economist firmada el 31 de agosto de 2013. En esa fecha, en concreto el 24 de agosto, el presidente sirio Bachar al Asad lanzó un ataque a gran escala con gas sarín que terminó con la vida de 1.400 civiles. No era la primera vez que el régimen alauí gaseaba a su población desde el levantamiento popular de 2011 pero sí fue la primera que lo hizo en esa proporción. Asad mostraba su cara más brutal y salvaje. El “rais” sirio cruzó entonces una de las “líneas rojas” marcadas por el presidente demócrata Barack Obama para ordenar una intervención militar en Siria. The Economist defendió en su editorial un castigo ejemplar para el dictador sirio. “Si Occidente tolera este descarnado crimen, Asad se sentirá libre para utilizar armas químicas”.
La intervención americana no era fácil. La guerra siria ya se había convertido en un conflicto civil con implicaciones regionales tras la entrada de la Guardia Revolucionaria iraní y las milicias terroristas libanesas de Hizbulá. El ataque norteamericano podía provocar una represalia siria de consecuencias impredecibles. Pero la actuación de Asad parecía haber dejado sin opciones a Obama. Frente a este laberinto, los jefes de la diplomacia norteamericana y rusa, John Kerry, y Sergéi Lavrov, acordaron una salida política. Siria se comprometía a desmantelar su arsenal químico a cambio de que Estados Unidos retirase la opción militar. Naciones Unidas se encargaría de verificar el proceso de destrucción de las armas de destrucción masiva cuyo último garante era Moscú.
Cuatro años después, 300.000 muertos más en el conflicto armado -un total de 400.000 en seis años de guerra- y cinco millones de desplazados, el dilema vuelve sobre la mesa. El supuesto uso de armas químicas por parte del régimen de Asad en Jan Shijún el pasado 4 de abril provocó la muerte de casi un centenar de vidas inocentes, entre ellos mujeres y niños. Nuevamente, no era la primera vez que Asad -pese a haber firmado la convención internacional contra las armas químicas- gaseaba a su población. En lo que llevamos de 2017, Naciones Unidas investiga ocho supuestos ataques con agentes químicos, en concreto, gas clorín. La noche del 6 al 7 de abril, esta vez el presidente Donald Trump ordenó el lanzamiento de 59 misiles Tomahawk contra la base aérea Shayrat, desde donde la inteligencia norteamericana considera que el régimen sirio realizó el ataque masivo.
Si en 2013 el puzle sirio era complejo, en 2017 lo es más. Hay nuevos actores en la zona. La inhibición de Estados Unidos en el conflicto animó la entrada de Rusia. Lo hizo bajo el pretexto de “aniquilar al Estado Islámico”, pero desde el primer momento se centró en degradar a los rebeldes sirios, parte de ellos financiados por Estados Unidos, y reforzar las posiciones del régimen. Con el bombardeo, el impredecible presidente Trump ha cambiado la dinámica de la guerra. “El lado bueno de la imprevisibilidad”, tituló el periódico izquierdista francés Liberation. “Yes HE can” escribió en portada un diario saudí. Con el ataque relámpago, Estados Unidos no va a acercar al conflicto a su fin pero si ha conseguido ciertas ventajas estratégicas.
Primero, ha logrado cambiar la dinámica de la guerra y recuperar la iniciativa norteamericana frente al liderazgo ruso. La ágil respuesta de la Administración Trump cogió por sorpresa al régimen sirio, que se quedó sin margen de maniobra. Fue también un baño de realidad para Moscú que comprobó cómo sus defensas antiaéreas poco pueden hacer ante la contundencia de los misiles crucero norteamericanos. Segundo, ejerce un poder de disuasión no sólo dirigido al régimen de Bachar al Asad sino con destino también a Pyongyang y su programa nuclear. El uso de la fuerza puede resultar más persuasivo contra Estados canalla como el sirio o el norcoreano que blandir el derecho o los convenios internacionales.
Trump ha logrado un golpe efectivo en Oriente Medio a la espera de ver qué estrategia desarrolla a largo plazo. La entrada de Estados Unidos no significa, como recuerda FrançoisHeisbourg en Le Monde que Washington y Moscú estén 0condenados al enfrentamiento. Hay espacio para convencer a los rusos de que Asad no es un aliado fiable. Estados Unidos debe marcarse como prioridad devolver al “rais” sirio a la mesa de negociaciones, pero desde una posición de debilidad. El peor enemigo de Asad es Asad. Él mismo se ha deslegitimado como una opción viable para el futuro de Siria.
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