Abusos a menores
El cardenal pederasta George Pell
Si la tragedia griega pone de manifiesto la realización de actos repudiables, cometidos sin coerción y con plena conciencia de su naturaleza por una persona cuyos compromisos morales la impulsarían normalmente a rechazarlos, en la Iglesia católica asistimos a un mal análogo, el engendrado por la abdicación en su cometido de su más alta jerarquía, por una especie de consumados sátrapas sátiros, capaces de dilapidar con su deserción el depósito del bien y de la verdad hasta enfangarse en el lodo de turbias y desbocadas pasiones, protegidos secularmente por el baluarte de la inmunidad.
El caso del cardenal australiano George Pell, condenado de un modo unánime por abusos sexuales a dos menores por los doce miembros de un tribunal de Melbourne cuando era sacerdote y obispo, es una muestra de la indignidad de su representación, el ensayo malogrado de unas estructuras vaticanas fosilizadas, sin apenas credibilidad, que contribuyen desde dentro a la propia decadencia de la institución por el fariseísmo, el vicio y la intemperancia.
En mayo de 2013, el cardenal Pell admitió, ante el parlamento del Estado de Victoria, la ocultación por parte de la Iglesia de abusos sexuales durante décadas, reconociendo que muchas vidas habían sido arruinadas, comprometiéndose en Roma a trabajar en grupos de ayuda con las víctimas de pederastia tras reunirse con algunas de ellas. Cinco años después se produce un terrible veredicto, la crueldad simbiótica de ser él mismo uno de los verdugos a quienes prometió en su día proteger. Junto a Pell, prefecto de la Secretaría de la Economía para la Santa Sede y miembro del selecto kitchen gabinet, un grupo interno de consejeros, el papa Francisco retira de su consejo asesor al cardenal chileno Francisco Errázuriz y al cardenal congolés Laurent Monsengwo, este último no implicado en escándalos.
La sombra de la pederastia acompañaba a George Pell, firme defensor de la doctrina católica, antes de ser nombrado como la persona que debía poner orden a las finanzas vaticanas y como miembro del C9. Sin embargo, el Papa siguió adelante con ese doble nombramiento, confiando en su inocencia. La condena a Pell es interpretada como un golpe directo a las iniciativas del Papa, incluso afectándole personalmente tras haber nombrado y mantenido en el cargo a Pell, conociendo las acusaciones de los medios de comunicación sobre él. Lo cierto es que hace 18 meses fue apartado temporalmente para que pudiera defenderse ante la justicia australiana.
Al papa Francisco se le podría reprochar falta de prudencia al elegir como “hombre de negocios” a un supuesto dilapidador de bienes, acusado de malgastar medio millón de euros en sus seis primeros meses de gestión y envaneciéndose de “descubrir” cientos de millones de euros ocultos en las arcas vaticanas. Otros, sin embargo, interpretan este gesto del Cardenal de firmeza en la transparencia de la cuentas del Vaticano. Incluso se podría decir que el Pontífice actúa tarde: la tendencia a mantener a una persona en el cargo cuando está bajo sospecha no puede ser buena cuando esa tendencia consiste en el silencio o es una tendencia para no hacer nada. Ese “no hacer nada”, creyendo en la inocencia del Cardenal, podría considerarse un fracaso o un acto de incorrección. La deliberación le mantuvo sin rechazarlo mientras era juzgado por miedo a equivocarse, dándole un voto de confianza. Pero mantener a un sospechoso supone un daño irreparable sobre el derecho a la inviolabilidad de la persona abusada. Dicho de otro modo, no se puede ayudar a las víctimas y poner a su fiel custodia a un acusado de criminal. Es contradictorio pretender hacer justicia a las víctimas poniendo al frente a quien está acusado de abusar de ellas, poner de vigilante a alguien que debería ser vigilado.
Francisco hace algo incorrecto con buena intención; incurre en el error de nombrar a alguien con un historial dudoso, pero él no da crédito a ese historial, como le ocurrió con la polémica defensa al obispo de Osorno Juan Barros, encubridor de sacerdotes viciosos, cuestionado por sus vínculos con el sacerdote Fernando Karadima, acusado por la justicia ordinaria y eclesiástica de abusos sexuales. Si al Papa le faltó destreza y un mejor asesoramiento, no se puede decir que sea responsable de las acciones del cardenal Pell. El Papa elige lo que le parece bueno: no estaba en la intención de Francisco elegir a un pederasta; no eligió lo que quería elegir, ni hizo lo que creía hacer, ni tampoco puede prever las consecuencias dolorosas de mantener en el cargo a un clérigo juzgado por la sociedad y los medios de comunicación antes que por la Justicia.
La condena del cardenal Pell por el tribunal, aunque la sentencia será firme en febrero, es una amarga noticia. Pero también es un signo del mal superior al que la Iglesia como comunidad cristiana se encuentra sometida: la evidente corrupción de sus “clases dirigentes”. Cuando los encargados de dirigir la comunidad decaen en la prudencia y la virtud, en la lealtad a su propia misión, y dejan de respetar y venerar el orden mismo en que se encuentran y donde son acogidos, se hace irrespirable el ambiente de una Iglesia sin porvenir por mundana, sin esperanza por no reconocer el propio pecado, urgida siempre de conversión y de santidad, a las puertas de una cumbre en febrero sobre “protección de menores” que deberá significar un crucial punto de inflexión para una reforma profunda.
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