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El “primer nieto varón del conde de Barcelona”

El “primer nieto varón del conde de Barcelona”
El “primer nieto varón del conde de Barcelona”larazon

Por Álvaro de Diego

Echaba a andar la “Primavera de Praga”, el Vietcong emprendía la Ofensiva del Tet y un B52, similar al accidentado en Palomares, se estrellaba en Groenlandia con varias bombas atómicas a bordo. La Guerra Fría acababa de atravesar su ecuador cronológico, aunque entonces resultara impensable concebirlo. Nada hacía presagiar tampoco que aquel año 1968, el de la más burguesa de las revoluciones contemporáneas, tendría lugar un nacimiento decisivo en nuestro país. En la España del desarrollismo los “tecnócratas” soslayaban todo avance político escudándose en el saldo positivo de una cuenta de resultados. Los españoles saltaban de la alpargata al seiscientos, pero el silencio en torno a determinadas cuestiones continuaba. Por eso, aquel 31 de enero de hace ahora cincuenta años el diario monárquico por antonomasia abría su edición con una fotografía de archivo. En ella aparecían “S.A.R. Don Juan Carlos de Borbón” y su esposa, “la Princesa Doña Sofía”. El titular era aún más significativo: “Primer nieto varón del conde de Barcelona”.

Regía desde hacía casi dos años la Ley Fraga, una disposición para la prensa que había eliminado la censura y dispuesto formas más sutiles de control sobre los periodistas. Su impulsor, el volcánico político gallego, la concibió como un instrumento de apertura del sistema, pero acabaría por mostrarle la puerta de salida catapultándole fuera del Gobierno. Representó, sin duda, un gran avance que alumbraría el “Parlamento de papel” del tardofranquismo.

Sin embargo, persistían aún las prevenciones sobre la denominada cuestión monárquica. Las nuevas generaciones no podían por fuerza ser partidarias del trono (“no te he conocido, no te he querido”, escribió Verlaine en su poema a Baudelaire), de la misma forma que, tal y como replicó Pemán a Franco, tampoco podían ser kantianas, budistas o apaches. Pero mayor importancia revestía el hecho de que una parte bien significativa del régimen se declaraba abiertamente beligerante contra la que consideraba “peste borbónica” (sic). Para muestra bastan dos botones. Al desembarcar en el Ministerio de Información y Turismo el verano de 1962, Fraga se topó con un libro de consignas que prescribía el silencio en torno a las actividades de los entonces denominados Príncipes de España. El estupor, sin duda, le llevó a no conservar ese desdichado vademécum. Pocas semanas atrás los damnificados habían contraído matrimonio en Atenas y un tortuoso cronista había sugerido con malicia el credo “herético” de Doña Sofía al detallar que Juan XXIII le había entregado un rosario, obsequio que el Papa “solía regalar a los no católicos”.

Pese a todo, por obra y gracia del general Franco, España era desde 1947 un Estado “católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición”, se había declarado “constituido en Reino”. Así lo había dispuesto su Ley de Sucesión, una ley fundamental que estipulaba las condiciones que había de reunir “la persona de estirpe regia” llamada a suceder, como Rey o Regente, al vencedor de la Guerra Civil. El candidato de esta inequívoca monarquía electiva había de ser un varón español que hubiera cumplido los treinta años y profesase la religión católica; tras su designación debería jurar, además, las Leyes Fundamentales y los Principios del Movimiento Nacional. Desde el 5 de enero de 1968 Don Juan Carlos cumplía todos los requisitos, pero el nacimiento de su único hijo varón, solo veinticinco días después, redondeaba la apuesta. Según la citada norma sucesoria, las mujeres no podrían reinar, si bien sí transmitir a sus herederos varones el derecho. De ahí la efusiva felicitación del parco Franco al padre, que con su desparpajo habitual le habría anunciado: “Es machote, como su padre”.

Habría que esperar más de un año para que Don Juan Carlos de Borbón fuese proclamado “sucesor a título de Rey” por las Cortes franquistas. Aquel 22 de julio de 1969, dos días después de que el primer hombre hollase la superficie de la Luna, juraba fidelidad a la “Constitución” franquista, no sin antes haberse asegurado de que podía ser legalmente reformada e, incluso, derogada. Unos años después, desaparecido Franco, conduciría al país de la dictadura a la democracia.

Su hijo varón, aquel “Infante de España” nacido hace ahora cincuenta años en la madrileña clínica de Nuestra Señora de Loreto, es hoy el rey Felipe VI. Aquél a quien me referí en otra parte como “heredero de la Transición” es, en la actualidad, la figura pública mejor valorada por los españoles.

Su puñetazo sobre la mesa del pasado 3 de octubre, dentro de un exquisito respeto al papel arbitral que constitucionalmente le corresponde, reconcilió a la institución con unos ciudadanos encorajinados con el desafío independentista y en gran medida desamparados por sus políticos. Aquella noche, ante las cámaras de televisión, el jefe del Estado se convirtió en el “poder inteligible” que Bagehot atribuía a los monarcas constitucionales, en el símbolo ejemplar elevado por encima de todos los intereses partidistas.

Por aquello de ayer y su natalicio de estos días, felicidades, Majestad.