Castilla y León
Pendiendo de un hilo
"El primer día que salí a la calle comprobé que no habíamos aprendido nada"
Dos días. Ese fue el plazo que vaticiné que se iban a respetar las medidas de seguridad y distanciamiento social. No sé si fueron dos, tres o cuatro, pero eso del confinamiento ya nos suena lejano. El primer día que salí a la calle comprobé que no habíamos aprendido nada. Es cierto que la mascarilla se ha convertido en un complemento más de nuestro ordinario vivir, y antes de salir de casa se repasa mentalmente si llevamos consigo el móvil, la cartera, las llaves… y la mascarilla. Otra cosa es ya cómo y dónde la llevamos, pues hay quien parece toser por la garganta, la frente e incluso por el codo. Pero que los españoles somos muy de besos y abrazos, del roce y el cariño, ya lo sabíamos; eso de estar con amigos o familiares a más de dos metros no lo llevamos bien. Y esa contención explota en abrazos, choques de manos y caricias en menos de lo que canta un gallo. Para muestra: las redes sociales, testigos de cuanto digo.
Al principio del confinamiento, cuando lo de salir a la calle con “normalidad” y sentarse en una terraza sonaba a sueño inalcanzable, nos dio por establecer consignas al más puro estilo Mr. Wonderful, que nos autoconvencieron de que saldríamos más fuertes, que la solidaridad que se veía desde casas y balcones había llegado para quedarse, de que juntos pararíamos al virus… y posiblemente juntos es como lo volvamos a propagar. No es por ser pesimista ni pájaro de mal agüero, pero la realidad no es nada halagüeña y los temidos rebrotes nos provocan susto. Quizás estas motivaciones fraternas y humanas son producto del miedo ante situaciones excepcionales, donde nuestro subconsciente trata de amortiguar los golpes con mensajes misericordiosos propios de cantos de sirenas. La vuelta a la “nueva normalidad” –término que aborrezco– nos ha demostrado que todas esas experiencias que durante el confinamiento creíamos que nos iban a servir para enfrentarnos a una nueva realidad han dejado paso al hedonismo de bar y cerveza.
Pero somos así, y ante eso no hay pandemia ni monstruo que nos acongoje cuando sus vibraciones no han sido vividas en primera persona. Quien ha sufrido las consecuencias directas del coronavirus a través de un contagio cercano o, desgraciadamente, el fallecimiento de un ser querido, realmente vuelve a esta primera línea de juego tocado y con el propósito de enfocar la realidad con mayores protecciones y responsabilidad. Por suerte hay mucha gente que solo conoce del virus por medios de comunicación y testimonios muy lejanos que desgraciadamente rompe con todos los esquemas de protección propuestos. Nos hacíamos una pregunta: ¿tenía que venir una pandemia para darnos cuenta de lo que realmente importa? Ahora debemos plantearnos otra cuestión: ¿es necesario que suframos personalmente las consecuencias de esta enfermedad para percatarnos de lo que importa?
Sorprendente es cuanto menos quien decide mantenerse al margen del cumplimiento de estas medidas por una cuestión de “ideología”. No respetar las normas establecidas siempre ha sido un acto de rebeldía y perfil iconoclasta. Un acto revolucionario. Hay quien acatando que se deben de lavar las manos con mayor frecuencia y usar geles desinfectantes, o mantener cierta distancia entre los mortales y usar mascarilla es un síntoma de sumisión y obediencia al régimen establecido. Anteponer estas ideas de calado político a la salud pública no es un acto reivindicativo, es una imprudencia y, si se me permite, una estupidez.
Nos adentramos en una nueva fase donde los contagios siguen estando presentes, donde los fallecidos se cuentan en miles y donde al Gobierno no le salen los números. Se oculta información y los datos que se publican se adornan con eufemismos para no aumentar la alarma social. En Democracia se deben asumir responsabilidades políticas, pero también sociales, y es ahí donde cada uno de nosotros cobramos protagonismo, debiendo ser consciente de lo que está pendiendo de un hilo.
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